El sistema de salud colombiano, como el de la mayoría de los países, va a enfrentar grandes retos por el esperado incremento de los gastos en salud debido a dos factores principales: el envejecimiento de la población y la innovación en el sector farmacéutico que permite el acceso a nuevos medicamentos, en la mayoría de los casos más eficientes que los de generaciones anteriores, pero que conllevan unos costos elevados.
En el contexto colombiano esta presión ejercida por los gastos en salud llegó de manera casi prematura porque en el segundo Gobierno de Álvaro Uribe se decidió desregular los precios de los medicamentos, lo que fue una pésima idea y resultó en una situación dramática que tuvieron que enfrentar los ministros de salud de los dos gobiernos del presidente Santos.
En efecto, si hay un sector de la economía que tiene que ser regulado es el farmacéutico, y eso por dos razones interrelacionadas. La primera tiene que ver con el tema de la propiedad intelectual y el poder de mercado de las patentes que después de un proceso de investigación les otorgan a los laboratorios. La segunda se relaciona con la cobertura en salud que protege a los usuarios de los riesgos financieros asociados a los choques adversos en salud.
Los gastos de bolsillo que pagan los pacientes en Colombia son bajos, lo que es obviamente motivo de gran satisfacción, pero al mismo tiempo implica que como usuarios seamos insensibles a los precios, lo que incentiva a los prestadores en salud –siendo los laboratorios farmacéuticos uno de ellos–a usar ese poder de mercado para cobrar precios altos.
Para corregir estas dos fuerzas que contribuyen al incremento de los gastos en salud, el Gobierno ha tenido que aplicar mecanismos de regulación, por ejemplo, los valores máximos de recobro en el ‘No POS’, y la regulación vía “precios techo” para muchos medicamentos. Si bien esta última medida es necesaria y deseable en las clases terapéuticas caracterizadas por una baja competencia, en una evaluación de impacto que estamos terminando con Arturo Harker y Daniela Zuluaga encontramos que esta regulación ha podido contribuir al incremento de precios de medicamentos que ya enfrentaban una competencia. Ese efecto, bastante usual en economía, se debe a que los “precios techo” actúan como punto focal y los laboratorios con precios inferiores los suben para acercarse a los valores de referencia.
Por eso creo que se debe restringir el uso de los techos a clases terapéuticas con baja competencia. Además, parece más prometedora la orientación actual del Gobierno, de favorecer el uso de compras centralizadas que pueden resultar en un gana-gana entre el Gobierno y la industria.
Dicho todo eso, es importante preguntarse hasta dónde Colombia quiere contribuir a la financiación de nuevos medicamentos elaborados por firmas internacionales. En efecto, el objetivo de corto plazo de cada Estado es disminuir, o por lo menos controlar, sus gastos por ese concepto. Dicho objetivo es legítimo, pero no hay que perder de vista que las nuevas terapias que podemos usar no provienen de un fenómeno de “combustión espontánea” y requieren siempre más recursos en innovación, nuevas tecnologías e investigación.
En otras palabras, por pagar precios por encima de los costos de producción, cada Estado contribuye de manera indirecta, y en proporciones diferentes, al financiamiento de nuevos medicamentos. Eso implica que el proceso de innovación en el sector enfrenta el fenómeno que los economistas llaman la tragedia de los bienes públicos.
Aterrizándolo a nuestro tema, esta se refiere a la idea de que cada Estado quiere que otros (Estados) financien la innovación farmacéutica, pero al mismo tiempo, que sus compatriotas se beneficien a menor costo de los nuevos tratamientos pagados por los demás.
El fenómeno, conocido también a veces por la expresión free-riding o pasajero clandestino, conlleva a un nivel subóptimo de innovación a nivel global. Obvio que la política que consiste en limitar su contribución al financiamiento de nuevos productos puede encontrar todo tipo de justificación. Primero, uno puede argumentar que son los países ricos que deben contribuir en su gran mayoría al descubrimiento de nuevas moléculas, mucho más (o por lo menos de manera proporcional a sus recursos o PIB) que los países emergentes. Si bien esto es cierto, uno puede contestar que ya es el caso, puesto que los laboratorios tienden a fijar precios que se ajustan a las capacidades económicas de los países, lo que es totalmente normal y deseable. Segundo, uno puede criticar a los laboratorios por gastar recursos en mercadeo o en dividendos para retribuir a sus accionistas, los cuales podrían ser invertidos en I&D. De nuevo, si bien la queja puede ser cierta en algunas oportunidades, es similar a la explicación usada por los evasores de impuestos cuando evocan la corrupción de los Estados para justificar su evasión al financiamiento de bienes públicos.
Para concluir, controlar los gastos en salud es totalmente necesario y legítimo. Desarrollar políticas y regulaciones que permitan cumplir este objetivo son siempre bienvenidas. Pero al mismo tiempo, no podemos olvidar que hacemos parte de un “juego más global” al cual tenemos que aportar. Por ende, regular sí, pero es mejor no jugar con la propiedad intelectual. Eso puede tener efectos difíciles de revertir. Es un poco como presionar fuertemente el tubo de la crema dental en un momento de molestia, pues puede dar un resultado deseable pero excesivo en el corto plazo, y luego no hay forma de volver a poner dentro del tubo la crema de dientes que salió en exceso.