La presentación de resultados del trabajo adelantado por la Misión Rural, que busca la transformación del campo colombiano, volvió a poner de presente el cúmulo de desafíos que tiene el país en esta materia. Tal como dijo su director, el exministro José Antonio Ocampo, el propósito es saldar una deuda histórica, cuyo saldo se expresa en males como pobreza, desigualdad y violencia.
Aunque todavía faltan varias puntadas y la inclusión de diversas estrategias en el Plan de Desarrollo de la administración, hay mucho por hacer. No solo se requieren políticas de Estado con visión de largo plazo, sino un enfoque integral que comprenda aspectos sociales y ambientales. Es importante que las estrategias se construyan desde el territorio de manera participativa y que la visión sea lo más amplia posible.
En la medida en que se haga la tarea será posible no solo cerrar las inmensas brechas que hoy distancian al campo de la ciudad, sino contar con un sector competitivo. Ello exige no solo recursos, sino una profunda reforma institucional que obedezca a criterios de eficiencia.
En la rueda de prensa del martes quedó claro que hay que comenzar por lo más urgente. Al respecto, el director del Departamento Nacional de Planeación, Simón Gaviria, señaló que el tema de la tierra es crítico. De acuerdo con la Misión, solo el 36,4 por ciento de los hogares rurales tiene acceso a esta, mientras que entre quienes poseen una propiedad, más del 59 por ciento se encuentra en informalidad por diversos factores como las dificultades para legalizar sus títulos.
Semejante realidad requiere poner manos a la obra. En tal sentido, la reciente radicación en el Congreso del proyecto de ley por medio del cual se crean las Zonas de Interés de Desarrollo Rural y Económico, que permitirían el establecimiento de proyectos asociativos, es una oportunidad que no se puede desaprovechar.
Sin desconocer que la iniciativa serviría para que se exploten los baldíos mediante el mecanismo de concesión, sin que el Estado ceda la propiedad, esta no soluciona los problemas que vienen de atrás. Aquellos comienzan por el limbo actual que surgió por la interpretación de la Ley 160 de 1994 y que puso en entredicho los derechos de un número inmenso de propietarios de buena fe. Para los conocedores, hay unos 620.000 predios, de todos los tamaños, afectados por un signo de interrogación.
Debido a ello, es indispensable comenzar por darle certeza jurídica al campesino y al empresario. En la medida en que la titularidad de un terreno no se encuentre bajo sospecha, será más sencillo para su dueño integrarse a las corrientes de la formalidad y tener acceso al crédito o la asistencia técnica.
Todo esto debe formar parte de una política agraria incluyente, en donde quepan los distintos modelos que permitan la asociatividad entre pequeños, medianos y grandes propietarios. Lo que resulta relevante es que se responda al principio de progresividad que, de manera reiterada, la Corte Constitucional ha expresado en diferentes fallos, sobre mejorar las condiciones de vida de la población rural.
Al respecto, es fácil hacer demagogia. La opinión es terreno fértil para quienes quieren pescar en río revuelto y afirman que de lo que se trata es de enmendarle la plana a los terratenientes. Los debates en torno a ciertas adquisiciones en la Orinoquía están frescos en la mente de la ciudadanía, pero no deberían llevar al Gobierno a rehuir el debate.
La razón es que si se trata de concretar el revolcón que el campo necesita, no basta con definir lo que se puede hacer de ahora en adelante. También hay que atar los cabos sueltos y el más importante es el de reconocerle a quien haya heredado, comprado o recibido terrenos, que es dueño de su parcela. El sistema, por supuesto, debe estar blindado contra los criminales, pero no puede haber duda alguna de que el acertijo de la tierra en Colombia debe resolverse.
Ricardo Ávila Pinto
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