Dos fallos recientes de la Corte Constitucional han desplazado el eje de la política minera del país, del nivel central hacia las regiones. En febrero tuvo lugar una decisión sobre varios artículos del Plan de Desarrollo y esta semana sucedió la derogación de facto de un artículo del Código Minero, que impedía a los municipios mayor control sobre el uso del suelo. Debido a ello, los actores locales serán ahora mucho más influyentes para el futuro de los proyectos extractivos.
Hasta la fecha la doctrina que había estado vigente rezaba que el subsuelo es de la nación -como lo señala la Constitución- y que las determinaciones sobre su uso recaen exclusivamente en el Gobierno. Quienes critican esta visión afirman que las comunidades que viven en la zona de influencia de una explotación, deberían tener voz y voto en esas definiciones.
Y esta postura es la que parece imponerse ahora. Si bien solo cuando los magistrados publiquen el texto completo de la sentencia se podrán dimensionar con claridad sus verdaderos alcances, el estrecho margen con que se impuso el bando ganador hace pensar que el giro adoptado es de fondo. De hecho se acoge la idea de introducir una instancia más, que en la práctica puede ejercer su poder de veto.
El pulso para que los municipios cuenten con la facultad de prohibir la minería no es nuevo. En la población tolimense de Piedras se realizó hace tres años una consulta popular en la que sus habitantes rechazaron la presencia eventual de una planta de procesamiento de una explotación aurífera que sigue en veremos.
Ahora el alcalde de Ibagué desea hacer algo similar, pero probablemente logrará su cometido si logra el apoyo del Concejo y redimensiona el plan de ordenamiento territorial. El respaldo con el que cuenta el mandatario local parece ser amplio, sobre todo en una capital en la cual sus habitantes creen que los problemas de abastecimiento de agua son consecuencia de la minería.
Para las firmas del sector, lo dispuesto por la Corte aumenta la inseguridad jurídica que ya era un problema importante. Como este tipo de emprendimientos son de largo aliento, las compañías del ramo piden reglas del juego estables para hacer sus inversiones. No hay duda de que más de un interesado, revisará si tanto desgaste vale la pena, algo que a los enemigos a ultranza de la actividad les parecerá muy bien, pero que acarreará costos en términos de empleos no generados, regalías que no serán giradas y exportaciones que probablemente nunca se harán.
A primera vista, que las regiones puedan proscribir ciertas iniciativas en sus territorios es lo más democrático. Sin embargo, pocas veces las autoridades locales cuentan con las capacidades técnicas para tomar decisiones bien informadas. Peor todavía es que en muchas regiones del país se ponga en práctica el chantaje para exigirles a las empresas contribuciones extraordinarias en beneficio de unos pocos. Eso solo favorece a las prácticas criminales que son las que se deben combatir.
A lo anterior se deben añadir medidas del anterior fallo de la Corte que les da a las Corporaciones Autónomas Regionales mayor poder en el licenciamiento ambiental de grandes proyectos. La captura política de estas entidades es un secreto a voces que desvirtúa el espíritu participativo detrás de los mandatos judiciales.
Es innegable que para el Alto Tribunal las regiones deben contar con más poder de aprobación sobre aquello que les incumbe. Pero una cosa es ordenar el suelo en torno a múltiples actividades económicas y otra, muy diferente, tratar a la minería legal como un ramo indeseable que se necesita erradicar. Es verdad que el sector requiere contar con espacios de diálogo con los niveles locales y regionales para explicar lo que hace. Pero eso es distinto a limitar su viabilidad, algo que no puede tomarse a la ligera o por la puerta de atrás.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
@ravilapinto
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