A medida que avanza el calendario y se acerca el momento en el cual el Gobierno deberá presentar una propuesta de reforma tributaria que cumpla el triple propósito de hacer sostenibles las cuentas fiscales, redistribuir las cargas y simplificar el sistema impositivo actual, suben de tono las voces que rechazan de plano la llegada de más gravámenes. El Partido Liberal, por ejemplo, se ha declarado enemigo de aumentar el nivel del IVA, dejando, de paso, clara su molestia con la Casa de Nariño tras los cambios de gabinete del lunes pasado.
Otros más moderados señalan que el esfuerzo debería hacerse no solo en materia de subir ingresos, sino de racionalizar gastos. Bajo ese punto de vista, el sector central necesitaría apretarse el cinturón, sobre todo cuando una parte de la ciudadanía considera que hay derroches y ‘mermelada’ que bien podrían eliminarse.
El argumento es atractivo y, sin duda, merece un análisis profundo, además de atención por parte de las autoridades. En más de una ocasión se han detectado excesos, especialmente en lo que atañe a gastos de personal, que ameritan una revisión.
No obstante, los conocedores señalan que hay una gran inflexibilidad en las obligaciones estatales, de tal manera que si se vuelve obligatorio usar la tijera, la perjudicada será la inversión, lo cual resultaría indeseable. Un estudio reciente del BID afirma que una disminución de estas partidas debe ser examinada con lupa, pues usualmente el efecto de darle menos dinero a la infraestructura o la investigación agrícola, acaba siendo negativo para la economía.
Cuando se mira a dónde se va la plata pública, salta a la vista que los tres primeros rubros son, en su orden, pensiones, educación y seguridad, que reciben cerca de 100 billones de pesos anuales en conjunto. Nada hace pensar que se puedan hacer ahorros en ninguno de esos renglones, pues aparte de las obligaciones con los jubilados, están las metas de mejorar la calidad de la enseñanza y los desafíos propios del posconflicto.
No obstante, es válido debatir la eficiencia de las diversas partidas. En el caso de las mesadas, los 34 billones de pesos que salen del presupuesto nacional benefician a dos millones de personas, mientras que con algo menos de plata se educan nueve millones de niños. De la misma fuente se financia la operación de las Fuerzas Armadas, que combaten el crimen y ejercen presencia en el territorio nacional, protegiendo a 48 millones de colombianos.
Vale la pena destacar que hay esfuerzos más equitativos que otros. Aunque es verdad que en su momento se dilapidaron parte de las reservas del desaparecido Seguro Social, también es indiscutible la evidencia que muestra que las pensiones del régimen de prima media reciben un subsidio considerable. Peor todavía, es que dicha transferencia es mucho más grande para quienes tienen pensiones altas que para aquellos que obtienen sumas cercanas a un salario mínimo.
Debido a esa situación, ocurre algo que pertenece al terreno de lo absurdo. Mientras en la mayoría del mundo la distribución del ingreso mejora una vez el Estado le reconoce su pago mensual a los jubilados, en Colombia el índice de desigualdad es ligeramente mayor. El motivo es que el 80 por ciento de lo que se subsidia va para el 40 por ciento más rico de los retirados.
Si a lo anterior se le agregan los problemas de baja cobertura y sostenibilidad de largo plazo, es indudable que hay que hacer una cirugía de fondo. Debido a que el asunto es una ‘papa caliente’, en términos políticos, cualquier intento de reforma muere pronto. Así que patear el problema para adelante no soluciona nada. Por ello, habrá que ver si Clara López, la nueva ministra de Trabajo, decide meterle el diente a la cuestión, a pesar de que los sindicatos se oponen a los intentos de reforma. Pero si de pensar en los pobres se trata, este sería un buen punto para comenzar con una agenda de cambios.
Ricardo Ávila Pinto
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