El acto final que condujo a la suspensión de Dilma Rousseff acabó siendo tan tortuoso como la marcha de un proceso que generó hondas divisiones en la opinión pública brasileña. En la madrugada de este jueves, después de 20 horas de discursos y por una votación de 55 a favor y 22 en contra, el Senado de la nación más grande de América Latina dio por clausurada la era del Partido de los Trabajadores en el poder.
Aunque estrictamente hablando la mandataria se encuentra apartada temporalmente de su cargo, es altamente improbable que retorne al Palacio de Planalto. El desequilibrio en las fuerzas políticas es notable y nadie parece dispuesto a dar marcha atrás, por lo cual el desenlace del juicio que comienza ahora es predecible, independientemente de los argumentos de uno y otro lado.
Quizás por ese motivo, en cuestión de horas el vicepresidente Michel Temer empezó a actuar más como un presidente en pleno ejercicio que como uno interino. El nombramiento de nuevos titulares en las carteras de Relaciones Exteriores y Hacienda, al igual que la pronta designación de la cabeza del Banco Central, muestra que hay un proyecto de quedarse hasta el 2018, cuando termina el periodo constitucional.
Lo anterior no quiere decir que el camino que viene sea fácil. La polarización de la ciudadanía es evidente y las heridas abiertas no se cerrarán de un día para otro. Por consiguiente, la primera prioridad de Temer es usar su conocido encanto personal para tender puentes con sus opositores y trabajar en una agenda de reformas que es inaplazable.
La razón es que la economía brasileña sigue en problemas serios. El Producto Interno Bruto se encamina a una nueva contracción este año, mientras el desempleo y la inflación se ubican en niveles cercanos al 10 por ciento. El déficit fiscal es poco menos que insostenible y exige medidas a la vez dolorosas y necesarias.
Aplicar correctivos en medio de la turbulencia resultará complejo. Por tal motivo, el reto del equipo que acaba de comenzar labores es moverse rápido y aprovechar que el parlamento tiene la guardia abajo con el fin de impulsar reformas que permitirían balancear las cuentas públicas y romper cuellos de botella que golpean la productividad.
La esperanza es que el cambio sea el inicio de un círculo virtuoso que depende de un alza en la confianza de los consumidores. Si esto pasa, hay analistas que creen que para el próximo semestre, empezarán a verse retoños verdes en lo que atañe a sectores como la industria que a su vez podrían jalonar otras actividades y atraer inversiones.
No obstante, son todavía más los observadores que piensan que la inestabilidad seguirá presente. El Partido de los Trabajadores mantiene una base de simpatizantes importante que comparte la idea de que lo sucedido en Brasilia califica como un golpe de Estado. Incluso si siente cada vez más la presión de la justicia, el expresidente Lula da Silva no se quedará quieto para agitar la opinión, sobre todo si el nuevo gobierno se ve obligado a adoptar decisiones impopulares.
Tal vez por ello la reacción en la bolsa de São Paulo este jueves fue tímida, anotando que en las acciones había alzas importantes en los días previos. Una de las incógnitas principales es lo que puede pasar con las investigaciones sobre corrupción que podrían tocar al propio Temer, cuyo nombre aparece en algunos testimonios. Hasta la fecha el Poder Judicial ha demostrado que mantiene su intención de ir hasta las últimas consecuencias, lo cual se traducirá en más acusaciones y arrestos.
Quienes miran las cosas en perspectiva recuerdan que no es la primera vez que Brasil enfrenta una crisis de este estilo. Y aunque eso es cierto, también lo es que aquí hay elementos distintos que dan pie a la incertidumbre. Hasta que las dudas no concluyan, será difícil afirmar con plena seguridad que la nación auriverde emprendió el camino de la recuperación.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
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Editorial
¿No hay nada que Temer?
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