Hasta hace apenas unos días, la probabilidad de un dólar por encima de los 3.500 pesos era considerada como lejana por los expertos. Más allá de las nubes de tormenta que se cernían sobre el escenario de la economía internacional, había una cierta tranquilidad con respecto a las fuerzas que intervienen sobre el precio del billete verde.
Dicha calma desapareció ayer, cuando quedó claro que Pekín había permitido que su moneda -el yuan renminbi- cayera por debajo del nivel simbólico de siete unidades por dólar.
Como consecuencia, la devaluación permite compensar -al menos parcialmente- el efecto del alza en los impuestos que pagan las exportaciones chinas al entrar a territorio estadounidense, por lo cual el propio departamento del Tesoro habló de “manipulación”.
Junto a lo anterior, la dirigencia del país comunista decidió golpear a Washington en un área sensible al suspender las compras agrícolas provenientes de estados en los que viven votantes que respaldan a Donald Trump. Ello aleja las esperanzas de un acuerdo en el corto plazo, como lo señalaron los trinos salidos de la Casa Blanca.
Ambas circunstancias confirman que la guerra que comenzó con castigos arancelarios un año atrás, está tomando un giro indeseable. Esta amenaza con extenderse al terreno monetario, con lo cual se altera el balance de riesgos de las naciones emergentes. Si bien las fuerzas del mercado todavía operan, el mensaje subyacente es que hay manera de “fijar” las tasas de cambio.
Lo anterior es inquietante pues en lugar de una lucha de dos gigantes, las hostilidades se pueden extender a un número mayor de economías. Desenredar la madeja, en caso de que otros comiencen a adoptar medidas que caracterizarían como defensivas, sería mucho más difícil.
Además, las aristas son más numerosas ahora. Para citar un caso, la depreciación de decenas de monedas eleva el peligro de impago de las deudas contratadas en divisas. Fuera de todos los dolores de cabeza que se contemplaban una semana atrás, está el de eventuales incumplimientos con tenedores de bonos o entidades financieras.
Incluso si las cosas no llegan tan lejos, está la antipática incertidumbre. Incontables decisiones quedarán pospuestas hasta que no regrese la calma.
En el mundo de los negocios ello quiere decir proyectos en el congelador, algo que se puede traducir en menores pedidos de maquinaria o construcciones que se aplazan.
Todo lo anterior explica el comportamiento de las bolsas de valores, cuyos índices se tiñeron de rojo, y el descenso en las cotizaciones de productos básicos. Vendría un crecimiento más lento de la economía global, algo que llevaría a una demanda más baja de alimentos, minerales o hidrocarburos.
En lo que atañe a Colombia, los coletazos acabaron siendo varios. De un lado, las monedas de la región perdieron terreno frente al dólar, desde el peso mexicano, hasta el chileno. Del otro, la caída del petróleo -por debajo de los 60 dólares en el caso del Brent- acabará golpeando las exportaciones, cuyos guarismos dejaron que desear al cierre del primer semestre.
La cosa se complica cuando se tiene en cuenta que nuestro déficit externo es uno de los más altos del planeta. Esa fragilidad, que es pasable en épocas de tranquilidad, se convierte en una luz de alerta cuando las condiciones generales se deterioran. Por tal razón, las réplicas del sismo que comenzó en China se sintieron con más dureza aquí que en otros sitios.
El cambio en las circunstancias, exige que la política económica sea prudente. Un paso en falso en materia de manejo fiscal o de confianza empresarial, llevaría a reacciones indeseables. Aparte de transmitir tranquilidad, las autoridades deben dejar en claro que las manos están firmes en el timón. No hay de otra.