Faltan todavía más de siete meses antes de que en Colombia se celebren las elecciones municipales y departamentales, en las cuales serán escogidos alcaldes, concejales, gobernados y diputados, aparte de otras autoridades locales. Como es usual en estas circunstancias, los interesados empiezan a destapar sus cartas, aunque no faltan los que prefieren reservar fuerzas para cuando la carrera arranque en forma.
Aunque son muchos los lugares en donde la competencia estará para alquilar balcón y es grande la expectativa en torno a si el partido de la Farc logrará alguna victoria significativa, ningún otro lugar atrae tantas miradas como Bogotá y el nombre de quién llegará al Palacio Liévano. A fin de cuentas, el que se conoce como el segundo cargo más importante del país atrae a postulantes de todas las banderas, tanto por la relevancia obvia de la capital, como por su importancia estratégica con miras al 2022.
En la presente oportunidad todo apunta a que, de alguna manera, se replicará lo observado durante la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 2018. Los votantes podrán escoger entre izquierda, derecho y centro, cuyos representantes pueden volver a jugar la carta de la polarización y el uso masivo de las redes sociales, algo que parece haberse vuelto la norma en los sistemas democráticos actuales.
La diferencia con el año pasado es que semifinales y finales suceden al tiempo, por lo cual lo más factible es que un candidato que vea su nombre tachado en menos del 50 por ciento de los tarjetones alcance a ser el triunfador. Aunque esas sean las reglas del juego, dicho factor hace que, estrictamente, hablando, el nuevo alcalde represente a una minoría, algo que se acaba sintiendo cuando comienza el mandato y el escogido se encuentra con decisiones difíciles en su escritorio.
Dados los complejos desafíos del Distrito, la disyuntiva siempre será entre hacer lo que es correcto y lo que es popular. A lo anterior se sumará la tentación de marcar distancia con la administración de Enrique Peñalosa, cuya calificación en las encuestas es muy baja. Debido a esos antecedentes, irse por la línea de echar a la basura aquellos proyectos y obras que no alcanzarán a despegar antes del 31 de diciembre de este año, les sonará muy atractivo a algunos.
Ojalá no sea así. Más allá del controvertido estilo y de los problemas de comunicación del actual burgomaestre, hay un camino trazado que merece continuidad. Atravesarse en contratos firmados o ceder a las presiones de grupos de interés específicos puede servir para recibir los aplausos de sectores de la galería, pero no para construir una ciudad mejor.
Un ejemplo claro de lo anterior es la construcción del metro. Aunque no es fácil convencer a los escépticos, la realización del tren metropolitano está más cerca que nunca, como lo demuestra la calidad de los siete consorcios que aspiran quedarse con la obra.
Quienes añoran una línea subterránea en lugar de una elevada deberían recordar ese dicho según el cual ‘lo mejor es enemigo de lo bueno’. Volver a barajar condenaría a los bogotanos a posponer durante años la esperanza de mejoras estructurales en la movilidad, pues habría que revisar diseños y presupuestos a sabiendas de que irse por debajo del suelo es una alternativa más costosa.
Otras iniciativas estarán bajo la lupa. El Transmilenio por la carrera séptima, la planta de tratamiento de aguas residuales, la autopista longitudinal de Occidente o Ciudad Torca podrían llegar a descarrilarse si hay un ánimo de echar por la borda lo que viene de atrás.
Debido a ello, y más allá de sus preferencias, los capitalinos deberían pensar en quién será capaz de edificar sobre lo hecho, sin que ello signifique renunciar a políticas y énfasis específicos. Prometer borrón y cuenta nueva amenaza con dejar la hoja llena de tachones en una metrópoli que merece un salto cualitativo.