No se detiene la oleada de atentados de las Farc, iniciada por esa guerrilla hace un mes tras el levantamiento de la tregua unilateral, vigente desde finales del 2014. Casi de manera diaria, se registran hostigamientos contra las Fuerzas Armadas, pero sobre todo acciones contra la infraestructura y el medioambiente.
Aunque todos los ataques son abominables y más de uno ha resultado en pérdida de vidas humanas, pocos resultan tan arteros como los que causan un daño ecológico, a la vez incalculable e irreparable. Los 80.000 barriles de petróleo que corrían ayer por el río Mira en Nariño –luego de la voladura del Oleoducto Transandino– y amenazaban con llegar al Pacífico, no solo obligaron a la suspensión del servicio de acueducto en varias poblaciones, incluyendo a Tumaco, sino que su efecto impactará durante años a una zona de una inmensa riqueza natural.
Hechos como el mencionado forman, desde hace tiempo, parte del sello de una organización que se autodenomina como ‘ejército del pueblo’, pero que hace rato quedó atrapada en el laberinto del terrorismo. Es incomprensible cómo un grupo que supuestamente quiere hacer el tránsito a la arena política, lo que logra es despertar todavía mayor antipatía en la opinión, haciendo más negativa su ya devaluada imagen.
Pero, así como es de perversa esa lógica guerrillera, resulta también inexplicable el silencio de aquello que se denomina como las ‘fuerzas vivas’ del país, ante la renovada actividad terrorista. Partidos políticos, organizaciones gremiales o la propia sociedad civil se han hecho notar por su silencio ante lo sucedido, con escasas excepciones.
En respuesta, alguien podría decir que el manejo del proceso de paz –y las reservas que despierta entre sectores de la ciudadanía– es el que motiva tanto mutismo. Bajo esa línea de pensamiento, el curso de las conversaciones en La Habana genera tantas dudas, que rechazar los episodios violentos sería interpretado como una muestra de apoyo al Gobierno y a su política de dialogar en medio del conflicto.
Semejante postura es equivocada. Incluso para quienes se aparten de la manera en que se quiere negociar la paz, no debería haber duda de que lo que procede en las actuales circunstancias es rodear a las instituciones y expresarle a la gente de las regiones más apartadas que su sufrimiento es el de todos y que no queda espacio para la indiferencia. Frente a las bombas y a la dinamita, la respuesta es la unidad no la división, por encima de intereses electorales, gremiales o personales.
Un caso que también concierne a Colombia, ilustra lo mal que estamos en la materia. Como es bien conocido, el gobierno de Nicolás Maduro decidió, hace unos días, ‘actualizar’ los límites de Venezuela mediante la expedición de un decreto, lo cual nos dejaría casi sin mar en la parte oriental de La Guajira. Aunque la determinación no tiene pies ni cabeza –y la Cancillería en Bogotá ha sabido manejar el espinoso asunto con cabeza fría–, lo que llama la atención es que las fuerzas opositoras en el país vecino se solidarizaron con la administración bolivariana.
Para decirlo de otra manera, incluso en un ambiente tan polarizado como el que se vive en Caracas, la política exterior demostró estar por encima de los partidos. Aquí, tristemente, la salida en falso allá fue utilizada para darle palo al gobierno de Juan Manuel Santos.
No es todavía tarde para demostrar que ese aletargamiento a la hora de responder es temporal. Más allá de las banderas que cada uno defienda, vale la pena recordar que los colombianos tienen que estar con las Fuerzas Militares, con la Policía, con el respeto al territorio y con los cientos de miles de compatriotas damnificados por los atentados. Y eso solo se logra si muchas voces, tantas como sea posible, les dicen a las Farc que están equivocadas. Y que ese no es el camino hacia la paz que, supuestamente, quieren construir.
Ricardo Ávila Pinto
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