“Podemos construir un país más justo”. Esas palabras dichas ayer por Juan Manuel Santos, en el discurso que pronunció tras conocerse el escrutinio que le dio el triunfo en los comicios presidenciales, representan a la vez una promesa y un mensaje de esperanza para una nación que necesita dejar atrás el mal recuerdo de la que fue, en general, una campaña electoral poco ejemplar.
La razón de que así sea es obvia. Continuar con el clima de división extrema le hace un flaco favor a Colombia, pues una cosa es el esquema de Gobierno y oposición que tanto le sirve a la vitalidad de una democracia y otra es la animosidad vista en las últimas semanas de la contienda en la cual las antipatías personales se sobrepusieron al cruce respetuoso de argumentos.
En consecuencia, hay que saber pasar la página y concentrarse en la larga lista de pendientes que hay tanto a corto, como a mediano y largo plazo. Es claro que la desconfianza que separa a la Unidad Nacional y al Centro Democrático es grande y que encontrar puntos de encuentro no será fácil, pero aun así es responsabilidad del bando ganador la de tender puentes para que baje la animosidad existente.
Como tuvieron oportunidad de constatarlo los ciudadanos que siguieron los debates escenificados, así como las intervenciones de Santos y Zuluaga, sus diferencias no eran grandes en el tema económico. Más allá de detalles o énfasis, ambos postulantes concordaban en la importancia de la educación como elemento para superar las desigualdades y en el objetivo de romper los cuellos de botella que limitan la competitividad de los productores nacionales, comenzando con la mejora de la infraestructura.
Pero aparte de las coincidencias, ahora viene el trabajo de concretar las promesas hechas a lo largo de la campaña. Esta no es una labor fácil en la medida en que las ofertas de un nuevo programa aquí y otro subsidio allá se fueron acumulando, con el fin de atraer a grupos específicos de votantes. Aparte de las críticas que se les puedan hacer a determinadas propuestas y sobre las cuales ya habrá espacio para pronunciarse, lo que cabe en este caso es conservar el manejo responsable del presupuesto, lo cual quiere decir que mayores gastos deben corresponder a más ingresos.
Tal afirmación debe llevar a que la administración actual comience a pensar en los ajustes que necesita en un segundo periodo. Ello implica no solo modificaciones en el equipo, a la luz de las realidades políticas que rodearon la reelección del mandatario, sino un ordenamiento de las prioridades, teniendo en cuenta que los problemas en ejecución de los compromisos fueron una de las principales máculas de esta primera parte.
En términos de prioridades inmediatas, el trabajo comienza con hacer juiciosamente la tarea referente a la reforma tributaria que se avecina. Ahora sí es indispensable mirar las cifras en forma descarnada, lo cual seguramente llevará a la conclusión de que no solo hay que remplazar o extender los gravámenes temporales que vencen este año, sino aumentar el esfuerzo fiscal y, de paso, diseñar un régimen más sencillo en el que se distribuyan las cargas en forma equitativa.
Mención aparte merece el tema de la paz, un propósito que fue legitimado mediante una innegable mayoría ayer. Falta concluir la negociación, algo que puede ser menos fácil de lo que parece, a la luz de la conocida tozudez de la guerrilla y de su tendencia a leer equivocadamente ciertos hechos. Más compleja aun es la etapa de volver realidad los acuerdos que se firmen, ante lo cual es mejor moderar las expectativas para no dar paso a más desilusiones, pues de nada sirve pensar con el deseo.
Pero mientras llega el momento de las definiciones, vale la pena señalar que el país se inclinó por la continuidad. En tal sentido, el espacio para sorpresas es limitado, aunque queda esperar que en la etapa que está a punto de comenzar Juan Manuel Santos incorpore las lecciones aprendidas y pueda volver realidad, de manera mucho más efectiva, los principios del Buen Gobierno.
Ricardo Ávila Pinto
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