Aquello de que los corruptos en Colombia usan fórmulas ingeniosas a la hora de esquilmar el Tesoro público –como la del ladrón que se robó en plena Feria del Libro una primera edición de Cien años de soledad– es algo que hace parte de las creencias populares. Quienes han estudiado estos asuntos sostienen, en cambio, que los métodos para quedarse con la plata del erario son más evidentes de lo que se piensa.
Un claro ejemplo es el que viene de señalar la Cámara Colombiana de la Infraestructura (CCI), que tiene a su cargo un observatorio en el cual le hace seguimiento a la contratación a nivel nacional, regional y municipal. El veredicto no puede ser más descorazonador. Según la entidad, tras analizar una muestra de medio centenar de ciudades en una docena de departamentos, se vio que dos terceras partes de procesos por valor cercano a 1,5 billones de pesos quedaron en manos de un solo proponente.
Y las irregularidades comienzan por Bogotá. De 31 procesos examinados por un monto global de 181.197 millones de pesos, adjudicados en las alcaldías locales, se encontró que 18 tuvieron un único oferente. En el Instituto de Desarrollo Urbano, la proporción fue dos de nueve, mientras que en la Unidad de Mantenimiento Vial, para un presupuesto de 7.239 millones, se presentó un postulante.
Es verdad que no necesariamente todos los contratos adjudicados son resultado de la venalidad. Siempre existe la posibilidad de que a veces resulte imposible conseguir un número plural de interesados en hacer una obra determinada. Sin embargo, aquí sí que se puede aplicar aquel dicho que reza: ‘piensa mal y acertarás’.
Entender el sistema es muy sencillo. Cada licitación importante que se hace tiene, por lo general, requisitos específicos que sirven para descalificar a muchos y habilitar a uno o muy pocos. Las exigencias a veces tienen que ver con la capacidad técnica, como la de haber completado trabajos de determinadas características. En otras oportunidades, hay parámetros de orden financiero o que tienen que ver con el objeto social de las firmas interesadas.
Las variaciones son numerosas y usualmente apuntan a que solo la ficha de un oferente encaje en el rompecabezas. La manera de hacerlo es que el contratista escogido previamente y el funcionario que toma la decisión –o el que lo nombra– se pongan de acuerdo en las talanqueras. A veces surge un congresista, un diputado o un concejal que hace de intermediario, ayuda con los pliegos y sirve de puente. Tampoco faltan organizaciones ilegales que se llevan una tajada del pastel.
El desenlace es conocido: emprendimientos inconclusos o de mala calidad, aparte de presupuestos que no alcanzan. Como el propósito no es cumplir con lo prometido a la ciudadanía, sino meterle la mano al frasco de la mermelada, importa poco dejar un elefante blanco, una carretera cuyo pavimento se agrieta o un pleito jurídico. Además, los órganos de control a veces son controlados por los que organizan el entuerto, con lo cual funciona eso del crimen sin castigo.
El remedio a la enfermedad es más sencillo de lo que parece. El consejo que viene de entidades como la Ocde es tener el mismo esquema de requisitos y procedimientos contractuales, que opere en todos los municipios y departamentos. La respuesta de los mandatarios locales y regionales es que esto interfiere con su autonomía, un argumento peregrino.
A su vez, el Gobierno Nacional –que ha dado ejemplo con el Invías y la Agencia Nacional de Infraestructura– prefiere hacerse el de la vista gorda. La razón es que cualquier intento de ponerle un tatequieto al asunto afectaría la ‘gobernabilidad’, pues los barones electorales se molestarían. La opción preferida es la transparencia, pero ese es apenas un analgésico para un mal que merece una cirugía de fondo, con el fin de que el cáncer de la corrupción deje de hacer metástasis.
Ricardo Ávila Pinto
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