Cuando a finales de la legislatura que concluyó a mediados de junio se hundió el proyecto de reforma a la salud que había impulsado la administración Santos, la reacción de los observadores fue decir que el tema debía encabezar la lista de prioridades del Congreso que comienza labores el 20 de julio. Según esa postura, había que completar la tarea pendiente tras la entrada en vigencia de una ley estatutaria que ya pasó el examen de la Corte Constitucional.
No obstante, en días recientes ha comenzado a ganar terreno una tesis promovida por el ministro de la cartera del ramo, Alejandro Gaviria, en el sentido de que no es necesario regresar al Capitolio. Para el funcionario, si hace uso de los instrumentos que tiene a la mano, complementados por algunos decretos reglamentarios que deberían ver la luz en unos días, es suficiente para garantizar que la recuperación iniciada siga su camino.
Aunque la postura puede sonar sorpresiva, sobre todo después de haber visto al Ejecutivo en defensa de la iniciativa que acabó naufragando, no le falta razón. Y es que son tantos los peligros de que las cosas salgan mal en el debate parlamentario que aquí se puede aplicar plenamente aquel refrán que dice que “lo mejor es enemigo de lo bueno”.
Tales calificativos pueden parecer exagerados de cara a un servicio que enfrenta problemas muy serios. De un lado, las dificultades financieras que experimentan algunos de los eslabones de la cadena son graves. Las quejas de hospitales que dicen tener inconvenientes serios de liquidez y los llamados de emergencia de las EPS que afirman que su realidad es insostenible son casi una ocurrencia diaria.
Del otro, la percepción del público sobre la situación de la salud es negativa, por una amplia mayoría. Las encuestas muestran que un 80 por ciento de la población considera que en esta materia las cosas van de mal en peor. Además, hay quejas sobre los precios de los medicamentos o la calidad de la atención recibida, ante las cuales se suman las voces que insisten en que hay que hacer una especie de borrón y cuenta nueva.
Sin embargo, una mirada más desapasionada de la realidad muestra un panorama menos inquietante. Para comenzar, los índices de cobertura con que cuenta Colombia generan envidia dentro y fuera de la región, pues 96 de cada 100 personas -45,2 millones, en total- se encuentran afiliadas al sistema, tanto en el régimen contributivo como en el subsidiado, al igual que en los especiales que cobijan a la fuerza pública o los maestros.
A lo anterior hay que agregar que todos los ciudadanos tienen el mismo plan obligatorio de beneficios, el cual ha tenido un par de actualizaciones recientes. Como si eso fuera poco, hay un plan decenal de salud pública en marcha que debería permitir avances que se sumen a lo obtenido con programas como los de vacunación. Tampoco se pueden pasar por alto los controles a los precios de medicamentos, con base en esquemas de comparación de costos internacionales.
No menos fundamental es una estrategia de estabilización financiera, que ha implicado un esfuerzo billonario para pagar cuentas atrasadas y mejorar los procesos de giro. Igualmente, se han limitado gastos, con lo cual el peligro de que se derrumbe la estantería ha disminuido.
La mejora en la salud del paciente no quiere decir, claro está, que se encuentre fuera de peligro. La salud todavía se encuentra en cuidados intensivos y seguramente continuará así durante un tiempo, pero el pronóstico es mejor ahora, como lo reconocen diferentes actores, con excepción de aquellos que tienen posturas ideológicas extremas.
Y para que el tratamiento funcione, se requiere continuidad y, sobre todo, mantener la politiquería a raya. De lo contrario, los signos vitales que hoy permiten ser más optimistas podrían empeorar en un sector que, más que leyes, lo que necesita es gerencia para curarse del todo.
Ricardo Ávila Pinto
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