Incluso en un país acostumbrado a dejarlo todo para la última hora, el paso de la reforma tributaria, que anoche superó su último obstáculo en el Senado de la República, es atípico. Nunca antes había sido necesario andar a marchas tan forzadas para cumplir con los tiempos mínimos, alcanzar a votar la conciliación y conseguir que el articulado se sancione y publique, todo para que entre en vigencia apenas despunte el 2017.
Tampoco había sido la costumbre que una iniciativa de esta envergadura descansara de manera casi exclusiva en los hombros del Ministerio de Hacienda. Tan solo ayer otros integrantes del gabinete hicieron presencia en el Capitolio, en donde no dejó de notarse que esta vez la Casa de Nariño estuvo ausente hasta a la hora de organizar los tradicionales desayunos con las bancadas afectas al Ejecutivo.
Quizás por ello, los actos de rebeldía en el seno de la Unidad Nacional se multiplicaron, en algunos casos para presionar por puestos y partidas, y en otros para enviar la señal de que pronto llegará el momento de hacer toldo aparte. Con el comienzo de la temporada electoral en cuenta regresiva, muchos quieren deslindarse de una administración impopular que, además, propone remedios que la mayoría de la gente rechaza, según lo muestran las diversas encuestas.
Los triunfos de los intereses individuales no se dieron en el debate abierto, sino
en reuniones a puerta cerrada.
Como si lo anterior fuera poco, el texto dejó entre los especialistas un cierto sinsabor. La razón principal es que la tan mentada reforma estructural acabó siendo más un remedio para solucionar las angustias desde el punto de vista del recaudo, que un instrumento clave para mejorar en competitividad a través de normas más justas y simples. Evitar que el país pierda el grado de inversión no es poca cosa, pero no se puede desconocer la incapacidad de equilibrar las cargas de los contribuyentes.
Más allá de entrar a hacer un análisis de doble columna sobre lo que había en la versión original y lo que llegó a las plenarias, es difícil negar que el cabildeo volvió a hacer de las suyas en los pasillos del Capitolio. Los verdaderos triunfos de los intereses individuales no se dieron en el debate abierto, sino en reuniones a puerta cerrada, lo cual es censurable.
Por otro lado, resultó evidente que más allá de las posturas ideológicas de unos y otros, existe cierto sesgo en contra de las empresas, el cual no es fácil de entender. Mientras en buena parte del mundo se hace lo posible por gravar menos a las sociedades, aquí estas son objeto de contribuciones que superan con creces las de los países desarrollados y las de la región.
El argumento de que tasas de tributación elevadas desestimulan la inversión e implican renunciar a la posibilidad de crear nuevos empleos, cala poco entre los parlamentarios. Muchos consideran que las compañías tienen cómo defenderse del fisco a punta de estrategias contables o artilugios de otro tipo, una visión miope, pero popular.
Al mismo tiempo, hay reticencia a que las personas paguen más impuestos. Decir que la proporción de declarantes de renta en Colombia es muy baja en comparación con nuestros pares no tiene eco, ni mucho menos insistir en que si la clase media se duplicó en la última década, esta debería pagar más impuestos.
Convencer a la ciudadanía de que debe contribuir más y que esa obligación le da derecho a exigir más del Gobierno y de sus dirigentes, es una labor que sigue pendiente. Solo hasta que ese proceso tenga lugar será posible que la gente acepte un sacrificio adicional. Lo anterior demanda, claro, que el gasto público se haga bien, con el fin de que la percepción de corrupción y desperdicio de recursos disminuya.
Así las cosas, la esperanza de un verdadero revolcón tributario queda aplazada hasta nuevo aviso, por cuenta de un Congreso que no estuvo a la altura de las circunstancias. Mientras tanto, habrá tiempo para lamentar la oportunidad perdida y añorar la reforma estructural que pudo ser y no fue.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
@ravilapinto