El viernes de la semana pasada los precios del petróleo cerraron cerca de los US$120 por barril de referencia Brent. Ese valor representa un incremento del 93% con respecto al promedio de hace un año y de cerca del 50% sobre el de comienzos de 2022.
Con razón, diferentes analistas han hablado de una bonanza inesperada. A fin de cuentas, el crudo ocupa el primer renglón de las exportaciones del país y es una importante fuente de ingresos fiscales. Basta recordar que el plan financiero presentado por el Minhacienda a mediados de febrero hizo su proyección con base en cotizaciones promedio de US$70 por barril.
Si bien la volatilidad es la norma en el mercado de bienes primarios, todo apunta a que los hidrocarburos se mantendrán arriba por un buen tiempo. Los efectos colaterales de la invasión de Rusia a Ucrania apuntan a cuellos de botella importantes en los suministros de petróleo y gas durante una larga temporada.
Aun en el caso de un cese de hostilidades en Europa Oriental, es clara la intención del Viejo Continente de reducir su dependencia de los suministros rusos, como quedó claro en los últimos días. Estados Unidos se ha comprometido a compensar parte del faltante, pero no se necesita ser un experto en la materia para concluir que la estrechez en la oferta será la norma.
En caso de que tal perspectiva se confirme, las cuentas públicas de Colombia se asoman a un escenario de mayor holgura. De acuerdo con los cálculos oficiales, por cada alza de un dólar en el promedio de los precios anuales del crudo, al fisco ingresan entre $300.000 y $500.000 millones más. Esto quiere decir que, si el incremento promedio es de US$30, llegarían a las arcas estatales entre $9 y $15 billones, que le servirían al nuevo Gobierno para no verse obligado a presentar un proyecto de reforma tributaria el próximo semestre. Más allá de la necesidad de meterle el diente a un tema tan espinoso, el sentido de urgencia desaparece.
No obstante, así como la moneda tiene dos caras, en este caso hay un elemento que amenaza con dañar la fiesta. Se trata del precio interno del galón de gasolina, que apenas supera los $9.000 y que, en las comparaciones globales, ubica al país dentro del grupo de naciones con combustibles relativamente baratos.
Basta con examinar los datos disponibles para concluir que, en América Latina, tan solo Bolivia y Venezuela están por debajo de Colombia. Y no está de más recordar que en la República Bolivariana solamente pocas estaciones de servicio cobran un valor irrisorio, pues la mayoría se atiene al referente global.
Aunque las comparaciones son odiosas, tampoco sobra anotar que en Argentina el galón supera el equivalente de $15.000 y en Chile el de $20.000. Eso puede parecer buena noticia, cuando no se tiene en cuenta que el diferencial entra la cotización internacional y la local va contra el balance del Fondo de Estabilización de Precios de los Combustibles, que administra Ecopetrol.
Las cosas ya venían mal, pues a finales de 2021 el saldo en rojo -a cargo de la Nación- se ubicó en $7,8 billones. Ahora hay proyecciones que superan los $20 billones, una deuda que eventualmente deberá ser cancelada por la Tesorería y que, en el entretanto, le complica la vida a la compañía.
Sobre el papel, un reajuste debería ser inminente. Pero en medio de una compleja coyuntura política y con presiones inflacionarias al alza, el margen de maniobra es muy escaso.
Y aunque ninguna opción es buena, la peor de todas es cruzarse de brazos. Parafraseando el conocido refrán, hay que evitar eso de que “lo que por petróleo caro llega, por gasolina barata se va”.
FRANCISCO MIRANDA HAMBURGER
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