La escena del pasado 7 de agosto no pasó desapercibida en las redes sociales. Mientras la atención de gran parte de los colombianos estaba concentrada en los actos de transmisión del mando presidencial o simplemente disfrutar el día festivo, por la doble calzada que conecta a Tunja con Bogotá avanzaba un grupo de caminantes, desafiando la tarde lluviosa.
A primera vista, los marchantes no llamaban la atención. Sin embargo, una mirada más cuidadosa dejaba en claro que todos llevaban una maleta a cuestas, algo inusual para quien andaba con rumbo a la capital en medio de un paraje sin casas a su alrededor.
Una segunda observación revelaba el acertijo: una bandera venezolana que ondeaba en el viento de agosto.
La escena en cuestión confirma algo que vienen señalando las autoridades, y es que la llegada de ciudadanos del país vecino no se detiene. Debido a la dificultad que existe a la hora de pagar un pasaje en bus, pues un paquete de bolívares prácticamente no tiene valor, muchos han decidido hacer el trayecto desde la frontera a pie, a menos que un alma caritativa los acerque a su destino en un vehículo.
Semejante realidad forma parte de los desafíos del nuevo Gobierno, que, al parecer, ha decidido mantener la política del anterior con respecto a acoger a los venezolanos y darles un estatus para que se puedan formalizar. Si bien las encuestas indican que la mayoría de colombianos aún están de acuerdo con esa estrategia, la tendencia sugiere que ese respaldo es menor. Los casos de xenofobia son ahora más numerosos y comienzan a escucharse críticas crecientes al arribo masivo de personas del otro lado de la línea limítrofe.
En un país en el cual el desempleo se acerca al 10 por ciento, dicha actitud es comprensible. Dar muestras de solidaridad se vuelve más difícil en una sociedad que tiene todavía tantos pendientes por resolver y en donde las carencias abundan. La impresión de que son mejor tratados los que vienen de afuera que los nacionales trae reacciones negativas y consecuencias políticas en las más diversas latitudes, y Colombia no parece ser la excepción a esa norma.
No obstante, vale la pena que el debate incorpore la evidencia académica disponible, cuya conclusión es distinta. Un reciente estudio del Banco Mundial señala, sin rodeos, que la migración es la forma más efectiva de reducir la pobreza y compartir la prosperidad. Semejante afirmación puede sonar obvia cuando personas de países pobres se mueven hacia naciones de altos ingresos.
Lo interesante en este caso es que el documento en cuestión señala que el efecto neto es positivo, partiendo de la base de que quienes llegan se puedan integrar al lugar que los recibe. Y es que si bien hay presiones inmediatas sobre servicios como la salud o la educación que ocasionan costos adicionales, los migrantes pagan impuestos y contribuciones, así sea de manera indirecta, como pasa con el pago del IVA. En un primer momento, también se pueden ver caídas en los salarios, como ocurrió con los servicios de mensajería, pero eventualmente las cosas regresan a la normalidad en el campo laboral.
Al cabo de un tiempo no muy largo, la expansión en la demanda agregada se convierte en una ganancia colectiva. No menos importante es que la propensión a emprender se traduce en creación de empresas que dan lugar a vacantes, con lo cual el círculo virtuoso de la inmigración comienza a girar.
Lo anterior no quiere decir que el camino esté exento de dificultades. El riesgo de una mayor marginalización existe, acentuando los problemas que ya existían. Al respecto, el consejo de los expertos es mirar la realidad con los ojos bien abiertos y aprender a diseñar medidas de choque para mitigar los impactos. Aun así, el mensaje de fondo es que aquí existe una oportunidad. Y si Colombia la entiende, la puede aprovechar.
Ricardo Ávila Pinto
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