Es fácil para los escépticos decir que, desde que el mundo es mundo, las cosas son iguales. No faltan los que le dan fuerza a su argumento citando estrofas conocidas de un tango o frases de la sabiduría popular para insistir en que nada ha cambiado mucho y terminar con un mensaje de tono desesperanzador.
Pero, en lo que hace al desarrollo del planeta, ha tenido lugar una profunda transformación. Eso es lo que viene de afirmar el Banco Mundial, que dio a conocer ayer en Lima un interesante estudio en el que habla del ascenso del sur, que no es otra cosa que la redistribución del Producto Interno global entre Estados ricos y en proceso de desarrollo.
De acuerdo con la entidad multilateral, todo ha ocurrido en un lapso relativamente breve. En 1990, el 62 por ciento de los habitantes de la Tierra vivía en países pobres, mientras que para el 2010 un 72 por ciento lo hacía en naciones de ingreso medio. La variación no se debe a que la gente se haya ido de un lugar a otro, sino a una mejora en las condiciones de vida de aquello que los promotores de la teoría de la dependencia describían como la periferia. Para sintetizarlo en una cifra, las llamadas economías emergentes, que hasta hace un cuarto de siglo aportaban el 20 por ciento del PIB mundial, en el 2012 ya contribuían con el 40 por ciento. De cumplirse las predicciones de los expertos, en el 2025 esa proporción subirá al 55 por ciento, un reacomodamiento que no tiene precedente en la historia de la humanidad.
Otras mediciones confirman el dato. La participación del sur en el comercio global pasó del 35 al 51 por ciento entre el 2000 y el 2012, mientras que en las exportaciones de manufacturas el salto fue del 32 al 48 por ciento. Por su parte, los flujos de inversión extranjera también se duplicaron en el mismo periodo, hasta más del 50 por ciento.
China tiene una gran responsabilidad en lo ocurrido. El surgimiento del gigante asiático resultó clave para impulsar la demanda de materias primas y dinamizar el intercambio de bienes y servicios en diversas latitudes. Pero la revolución es mucho más amplia y, de acuerdo con los estudiosos, se podría calificar de irreversible.
Por cuenta de esa situación, el concepto tradicional de centro económico del planeta –que se refería únicamente a Estados Unidos, Europa y Japón– se ha ampliado. Aparte de los chinos, el Banco Mundial identifica también a Brasil, India, Rusia, Suráfrica y Turquía, pues son países que tienen relaciones comerciales activas en todos los continentes.
No obstante, hay una gran diversidad en los vínculos establecidos. El contraste más notorio es el que existe entre Asia y América Latina. Mientras al otro lado del Pacífico el intercambio entre vecinos se ha disparado, como pasa con Corea del Sur, Malasia o Tailandia, en nuestra región sigue estancado. Nuestros principales compradores son los de siempre y están en el norte, aunque China ha aparecido en el panorama, pero como consumidor de una gama reducida de bienes.
Esa disparidad explica por qué –a pesar de que también ha habido progreso por estos lares– hemos crecido a ritmo más lento que otros. Por ejemplo, el ingreso promedio de Latinoamérica como proporción del de Estados Unidos se ha mantenido estancado en cerca del 30 por ciento durante décadas, en tanto que los asiáticos han cerrado la brecha. El motivo es que mientras allá la demanda externa ha sido fundamental, aquí lo ha sido la interna.
En consecuencia, una de las recetas propuestas para esta zona pasa por mejorar la integración, tanto en el ámbito cercano como en el lejano. Aunque en los discursos presidenciales el tema es una constante, en la realidad falta una verdadera voluntad política, la misma que en estos tiempos de desaceleración nos permitiría empezar a formar parte de las cadenas globales de valor y hacer que nuestro sur también exista.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
@ravilapinto