Al sistema de salud en Colombia le sucede como a aquellos enfermos que salen de la sala de reanimación, pero no por ello pueden dejar el área de cuidados intensivos ni mucho menos ser dados de alta. Es verdad que la percepción de hace unos meses -cuando parecía que se iba a caer la estantería- ha sido remplazada por una menos angustiosa, pero se engañan quienes creen que el tema está solucionado.
El problema, para decirlo con claridad, es que el esquema actual es insostenible. A pesar de que este involucró recursos por unos 34 billones de pesos el año pasado, sin incluir la medicina prepagada ni los regímenes especiales, las cuentas no dan todavía.
Más aún, la unificación de los planes de beneficios entre contributivo y subsidiado, junto con la aplicación de la ley estatutaria del sector, exigirán un esfuerzo mayor de las finanzas públicas. A lo anterior hay que agregar el inevitable envejecimiento de la población colombiana que hará todo más costoso.
Pero sin llegar tan lejos, vale la pena señalar que las urgencias están ahí. No hay duda de que estas disminuyeron después de que se incrementó el monto de la Unidad de Pago por Capitación, que equivale a la prima que se cancela por cada asegurado, o se giraron recursos de aquí y allá. El problema es que el lío de fondo es el mismo.
Esa impresión es evidente cuando se miran las cuentas de las EPS que prestan sus servicios tanto en el régimen contributivo como en el subsidiado. El año pasado, las 15 entidades que operan en el primer grupo registraron pérdidas por 310.544 millones de pesos, mientras que las 33 del segundo tuvieron un saldo en rojo de 622.239 millones.
No es la primera vez que eso sucede. El acumulado de los balances históricos muestra que hay un patrimonio negativo de 1,8 billones de pesos, lo cual quiere decir que en conjunto esta parte del sistema se encuentra quebrada. Claro, hay compañías que han logrado subsistir y todavía pasan los exámenes de viabilidad, pero buena parte de los más de 41 millones de afiliados a la salud que hay en el país reciben sus servicios de una institución que no tiene futuro financiero.
En respuesta, el Gobierno expidió un decreto de habilitación que busca que en un plazo de siete años las entidades se recapitalicen, usando incluso ayudas estatales. La intención es replicar -guardadas las proporciones- lo que se hizo en el sector bancario a finales del siglo pasado.
Con base en las cifras actuales, el exsuperintendente Augusto Acosta ha estimado que se requeriría un patrimonio positivo de 2,1 billones de pesos. Y como hay que borrar el faltante que viene, la inyección debería ascender a unos 4 billones.
Convencer a los socios de las EPS para que apropien esos fondos no es un esfuerzo menor en condiciones normales. Pero dicha labor se puede calificar de imposible en las circunstancias presentes cuando la siniestralidad oscila entre 94 y 101 por ciento. Dicho de manera más directa, nadie va a meter plata para perderla, sobre todo en un país que se enamoró del lema según el cual ‘la salud no es un negocio’.
Por tal razón, las autoridades tienen la responsabilidad de enviar las señales económicas correctas. Estas consisten en demostrar que la operación de las EPS es sostenible, obviamente dentro de un marco bien regulado y con una supervisión efectiva de la Superintendencia del ramo.
Negarse a hacerlo es llegar a la nacionalización por la puerta de atrás. Y aunque no faltan quienes por creencias políticas consideran que todo el aparato de salud debe ser público, basta detenerse en experiencias como las de Caprecom y sus billonarias pérdidas para pensarlo dos veces.
Por eso es mejor que el enfermo se reponga y salga de la clínica por sí solo, lo cual obliga a continuar con un tratamiento que exige paciencia, dedicación y más sacrificios. No hay más remedio.
Ricardo Ávila Pinto
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