Cuando se habla del fin de la bonanza, la mayoría de los colombianos piensa, en primer lugar, en la descolgada de los precios del petróleo, que tantos ceños fruncidos genera en las huestes del Gobierno. Sin negar que el sector de los hidrocarburos es fundamental tanto para el sector externo como para los ingresos públicos, hay otro ramo que debería ser motivo, al menos, de la misma inquietud y de la búsqueda de correctivos.
Se trata, claro está, de la minería, un sector que representa el 2,2 por ciento del Producto Interno Bruto, es responsable del 19 por ciento de las exportaciones y del 17 por ciento de las regalías, y recibe casi una sexta parte de las sumas que llegan de inversión extranjera directa. En términos sociales, el peso tampoco es despreciable, pues, según el proceso de fiscalización integral, realizado por la Agencia Nacional de Minería, el renglón provee 350.000 empleos directos, lo que equivale al 4,5 por ciento de la población ocupada.
Aunque los principales productos explotados son carbón, oro y ferroníquel, en las cuentas globales también se incluyen cobre, plata, platino, hierro, esmeraldas, sal, azufres o calizas. Aun así, son los tres primeros los que determinan la marcha del segmento y los que han enfrentado fuertes vientos en contra.
Por ejemplo, el carbón ha sufrido en los pasados 36 meses un descenso cercano al 40 por ciento en sus cotizaciones. Como si eso fuera poco, cuestiones ambientales y conflictos laborales se han combinado para que no se alcancen las metas de extracción fijadas.
La principal causa de lo ocurrido tiene que ver con el surgimiento de Estados Unidos como un gran oferente de gas natural, gracias al éxito que ha tenido mediante el uso de técnicas no convencionales. Debido a ello, las plantas térmicas de electricidad en el país del norte se han pasado a este combustible y han dejado de quemar carbón, lo que explica el gran déficit comercial que ahora tenemos con nuestro principal socio.
Por su parte, el oro también pinta regular. La baja en precios se acerca al 30 por ciento en año y medio, algo que se combina con una menor producción interna. A este respecto hay que anotar que, dados los enormes niveles de ilegalidad –tan solo el 15 por ciento de lo que se saca del metal precioso proviene de empresas formales–, es difícil saber qué es lo que está pasando realmente.
Alguien podría decir que las explotaciones irregulares se han reducido, pero los reportes de diferentes zonas del país sugieren que no es así. Si algo ha cambiado es la determinación de las autoridades, que hace cuatro años comenzaron una cruzada de la cual ahora pocos funcionarios hablan.
Para completar, el níquel se encuentra de capa caída, ante la menor demanda por acero inoxidable que hay en el mundo. Frente al punto máximo alcanzado a mediados del 2007, la libra del metal ahora está en menos de la mitad y nada hace pensar que eso va a cambiar.
Todo lo anterior debería ser un campanazo de alerta para el Gobierno. La respuesta lógica debería ser prestarle atención al sector y tratar de buscar la manera de compensar con una mayor producción los menores precios.
Lamentablemente, hay poco liderazgo. Los sucesivos ataques que ha recibido la actividad desde diferentes frentes ha llevado a que tenga pocos amigos. Quizás, como consecuencia de la apatía, Colombia ha perdido puestos en las clasificaciones globales que miden la competitividad en esta área.
Lo más irónico de todo es que hay proyectos con perspectivas interesantes, cuya viabilidad se encuentra en entredicho. Aunque los enemigos acérrimos de la minería se pueden alegrar, sería una pena que el país aleje a las compañías que adelantan explotaciones sostenibles y se quede con un esquema actual en el que los buenos son pocos y prima la ilegalidad.
Por lo tanto, para no quedarse con el pecado y sin el género, hay que poner manos a la obra. Eso implica liderazgo y reglas de juego adecuadas que castiguen los abusos, pero, sobre todo, se requiere claridad para que propios y extraños sepan lo que Colombia quiere hacer con los recursos mineros que tiene.