Hoy se cumple una semana desde cuando en cercanías de la vereda San Antonio de Santander de Quilichao, en el departamento del Cauca, la minería ilegal dejó a una docena de hogares sumidos en el luto.
Casos como el de la familia Carabalí, que enterró a cuatro de sus integrantes ayer, se suman al macabro saldo que vienen dejando centenares de explotaciones irregulares en vastas zonas del país.
En algunas ocasiones se trata de carbón y en otras de materiales de construcción, pero los problemas se concentran en torno a la extracción de oro.
Esta vez, es sabido que lo sucedido en el sector de Agualimpia, en la ribera del río Quinamayó, era una tragedia anunciada.
Ante las advertencias, las autoridades trataron de clausurar la operación, pero fueron rechazados “a piedra” por la comunidad, según declaraciones del Alcalde del municipio.
Sobra decir que ahora que el Gobierno se volcó sobre la zona, la actividad está suspendida hasta que en unos meses, cuando la atención se concentre en otras áreas y otros temas, haya nuevos intentos de reiniciarla.
Hacer semejante pronóstico no es descabellado, a la luz de la que ha sido una lucha infructuosa contra un monstruo de muchas cabezas.
Más allá de los anuncios oficiales, que han venido acompañados de toda una batería legal, que supone multas y destrucción de maquinaria, la verdad monda y lironda, es que el país viene perdiendo la batalla contra este flagelo que, aparte de dejar una estela de muerte, contamina las fuentes de agua y es culpable de una deforestación muchas veces irreversible.
Como si lo anterior fuera poco, son múltiples las evidencias que apuntan a la presencia de actores oscuros como los protagonistas en la sombra de este enorme negocio.
Son estos personajes –con el apoyo tácito o explícito de las Farc, el Eln o las bandas criminales– los que tienen el capital para adquirir las retroexcavadoras de cientos de millones de pesos o las dragas de miles de millones.
Aunque es imposible tener una estadística confiable, los conocedores del asunto hablan de que existen al menos 2.000 de este tipo de explotaciones en áreas que van desde el sur de Bolívar, hasta el Chocó, pasando por el Valle del Cauca o los antiguos territorios nacionales.
En cada caso, es fácil manipular a las personas de un lugar determinado que sueñan con hacer fortuna en un golpe de suerte.
Para conseguir el respaldo de la población, las palas dejan de trabajar algunas horas, con el fin de que decenas de hombres, mujeres y niños busquen entre el lodo algunos gramos de oro.
Se sacrifican algunas ganancias, es cierto, pero los empresarios ilegales saben que así se protegen detrás de la necesidad de la mayoría, que es la que se enfrenta a la Policía cuando llega a hacer cumplir la ley.
Mientras eso ocurre, es notorio que para las compañías que quieren cumplir con las reglas de juego, las cosas son diferentes.
Estudios de impacto ambiental, un régimen impositivo estricto y debates públicos sobre su conveniencia forman parte del día a día que las empresas mineras se ven obligadas a manejar.
Elevar los estándares es, por supuesto, lo que se debe hacer. Pero lo que no funciona es que, mientras para unos la vara es muy alta, otros acaban haciendo lo que les viene en gana.
Como esa coexistencia es insostenible, Colombia se enfrenta al peor de los dos mundos, que es el de la desaparición gradual de los operadores formales y el desborde de los que a las normas les importan un comino.
Tal realidad exige una mezcla de estímulos y castigos, orientados a que el precio de la ilegalidad sea tan alto, que no valga la pena.
Lamentablemente, en el territorio nacional pasa todo lo contrario, y mientras no se inviertan las cargas, noticias como las llegadas de Santander de Quilichao volverán a sucederse. Más temprano que tarde.
Ricardo Ávila Pinto
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