Para un optimista, lo más destacable del panorama social de América Latina que dio a conocer ayer la Cepal en Santiago de Chile es que el índice de pobreza en la región volvió a bajar del 30 por ciento el año pasado. Aunque la reducción apenas supera el medio punto porcentual, lo sucedido no deja de ser notable, especialmente cuando se tiene en cuenta que el crecimiento económico es francamente mediocre y que varios países enfrentan enormes dificultades.
Debido a ello, una parte importante de los avances logrados en el presente siglo todavía subsisten. De una pobreza que en el 2002 cobijó al 44,5 por ciento de la población latinoamericana, en el 2018 esa proporción se habría ubicado en 29,6 por ciento. El dato supera en casi dos puntos porcentuales el mínimo histórico del 2014, pero a decir verdad no ha sucedido la debacle que más de uno pronosticó en su momento.
Por ahora, el peor deterioro se ha visto en el caso de la pobreza extrema, que afecta a 63 millones de habitantes en esta parte del hemisferio. Dicho guarismo es superior en 17 millones de individuos al de cinco años atrás, lo cual deja en claro que los más vulnerables han sido los que han pagado la mayoría de los platos rotos de la crisis reciente, atribuible al mal manejo o al fin de la bonanza de precios de materias primas.
No obstante, hay una asignatura en la cual vamos progresando. Se trata de la desigualdad, que descendió seis puntos porcentuales a lo largo de 15 años, hasta el 2017. Aunque vivimos en la zona más inequitativa del mundo, al menos se puede decir que la torta está mejor repartida que antes, lo cual va en contravía de la tendencia global.
Hay dos factores que explican lo sucedido. En algunos países –como en Colombia– la clave ha sido la mejora en los ingresos laborales de los que se ubican en la base de la pirámide. Por ejemplo, en nuestro caso, por lo que deriva de su trabajo, el 20 por ciento más pobre aumenta a tasas mayores que lo que obtiene el quintil más rico.
Otro elemento son los instrumentos de protección social, como las transferencias condicionadas o la cobertura pensional. Programas similares a Familias en Acción han tenido éxito en varias naciones a la hora de mejorar la realidad de los hogares más vulnerables.
Lo anterior no quiere decir que existan motivos para darse palmaditas en la espalda y decir que todo va muy bien, pues el trecho que existe antes de construir sociedades más justas es inmenso. Dentro de las tareas urgentes se encuentra la de cerrar la brecha entre la ciudad y el campo, ya que la incidencia de la pobreza en las zonas rurales es 20 puntos porcentuales más alta que en las urbanas. Igualmente, el flagelo golpea con mucha dureza a los jóvenes, las mujeres cabeza de familia y los grupos indígenas o afrodescendientes.
El inconveniente para seguir avanzando es el tamaño del gasto social que, como proporción del Producto Interno Bruto regional, subió tres puntos porcentuales en los últimos diez años. El problema es que de un tiempo para acá la situación fiscal de la mayoría de los países del área es más estrecha, con lo cual hay un estancamiento que no tiene solución a la vista. Pensiones, salud y educación son los segmentos que demandan más recursos y en los cuales subsisten problemas de cobertura o calidad del servicio.
En medio de ese panorama, Colombia no sale tan mal librada. Si bien en los cálculos de la Cepal el dato de pobreza supera en tres puntos porcentuales al oficial, ahora estamos en niveles similares al promedio latinoamericano, cuando a principios del siglo nos ubicábamos cinco puntos por encima. En lo relativo a la desigualdad, seguimos peor, aunque en el pasado quinquenio estuvimos en el grupo de mostrar. Y tal como le ocurre a América Latina en su conjunto, compartimos el mismo desafío: no dar marcha atrás.