Es bien conocido el refrán según el cual ‘cuando el río suena, piedras lleva’. Esa frase de la sabiduría popular sirve para traer a colación el ruido que existe entre la ciudadanía con respecto al deterioro del clima de seguridad en las ciudades.
Basta una mirada al ciclo informativo de los noticieros de la mañana para darse cuenta de que las noticias relacionadas con el crimen encabezan los titulares de las diferentes capitales: el robo de un almacén aquí o el atraco de un ciudadano allá, se combina con la impresión de que los delincuentes hacen de las suyas sin que realmente sean castigados.
Dicha percepción tiene asidero en la realidad. Los datos dados a conocer hace poco por el secretario de seguridad de Bogotá, Daniel Mejía, son elocuentes y llevan a pensar que la lucha de las autoridades es infructuosa. De acuerdo con el funcionario, en los pasados cuatro años y medio, 26.865 individuos han sido capturados en Bogotá cometiendo delitos más de una vez. Para ser más precisos, de los 6.411 detenidos en flagrancia por hurto en la capital entre enero y mayo del 2017, el 55 por ciento era reincidente.
La lista de los diez peores sería inaceptable en la mayoría de las sociedades del planeta. Aunque no se sabe su nombre, el ladrón que encabeza el ranking ha sido arrestado en 52 ocasiones desde comienzos del 2013, tanto por el robo de personas como de residencias. El promedio de días entre un apresamiento y otro es apenas de 17, lo cual quiere decir que cada dos semanas y media cae en manos de la Policía sin que evidentemente tenga que dar con sus huesos en la cárcel.
Y aunque ese es el ejemplo más extremo, no es el único. El último del ‘top 10’ lleva 30 capturas, que abarcan hurto a entidades comerciales, daño en bien ajeno o violación de habitación. No obstante, dichos delincuentes se pasean orondos por la calle, para no mencionar los reportes que hablan de aquellos que están libres, a pesar de estar sindicados de faltas más graves que empiezan con el homicidio.
Sin embargo, con el propósito de no entrar en el debate interminable sobre la falta de eficacia de la justicia, basta concentrarse en el tema del ladronzuelo que puede dedicarse plenamente a su ‘profesión’ sin el temor de acabar tras las rejas, más allá de la incomodidad ocasional de pasar una que otra noche en un sitio de reclusión temporal.
Aparte de que estamos lejos del modelo de los tres strikes, usado profusamente en
Estados Unidos para sancionar ejemplarmente y sacar de circulación durante años a los reincidentes, el costo social de la inseguridad es inmenso.
El más grande de todos es que un ambiente propenso a la presencia de criminales limita el espíritu empresarial de los ciudadanos y afecta los niveles de consumo. Aquel que quiere emprender lo piensa dos veces antes de abrir un almacén, mientras los que desean salir de compras prefieren quedarse en la casa para evitarse problemas.
Volviendo a Bogotá, tan solo el 19 por ciento de los pobladores del Distrito dicen sentirse seguros en la urbe.
No menos grave es la desmoralización de la Policía, ante la convicción de que la lucha está perdida. Las tentaciones a la hora de incurrir en prácticas corruptas son mayores cuando se generaliza la opinión de que a los delincuentes no les pasa nada, debido a lo cual se vuelve aceptable pedirle dinero al que está en el microtráfico, o al que vende autopartes o celulares de dudosa procedencia.
Y aunque sobre el papel los estudiosos hablen de la necesidad de la descongestión judicial, del hacinamiento en las cárceles y del riesgo de las universidades del crimen que aparecen en las penitenciarías, la opinión exige respuestas. La más clara de todas es que no haya delito sin castigo, especialmente en lo que atañe a los reincidentes. De lo contrario, la triste avalancha de noticias que registran los colombianos todos los días, no hará más que aumentar en magnitud.
Editorial
Crimen sin castigo
La inseguridad en los centros urbanos es una de las gran- des preocupaciones de la ciudadanía, en medio de normas que no ayudan.
POR:
Ricardo Ávila
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