En buena hora el presidente Iván Duque utilizó su discurso de clausura en la Convención Bancaria, el pasado viernes en Cartagena, para declarar superado el encontronazo de un par de ministros con el gerente del Banco de la República. Más allá de las posiciones de cada cual, es indudable que antagonizar con el Emisor no le sirve a nadie, pues ello solo contribuiría a afectar la confianza empresarial y el ánimo de los inversionistas en momentos en los cuales se requiere una mano firme en el timón de la economía.
No obstante, el episodio deja lecciones que deberían servirle al Ejecutivo para hacer ciertos ajustes. En las actuales circunstancias es clave prestarle atención tanto a las formas como al fondo, con el fin de impulsar una tasa de crecimiento que –como lo señalan las estadísticas del Dane– estuvo por debajo de las expectativas en el primer trimestre del 2019.
La primera enseñanza es que el gobierno Duque no está haciendo lo que le corresponde en materia de comunicaciones, una responsabilidad que es del resorte del Ministro de Hacienda. Desde analistas hasta empresarios señalan que Alberto Carrasquilla rompió con la tradición de quienes han ocupado el cargo, estar en el centro del debate. Su silencio incluso contrasta con lo que hizo cuando estuvo en la misma cartera en el mandato de Álvaro Uribe.
Un ejemplo ilustra el argumento. Durante la reunión de los banqueros, el funcionario tenía 20 minutos asignados para su presentación, pero utilizó ocho para mostrar dos diapositivas. Si bien el espacio restante fue aprovechado por la directora de Planeación Nacional, nunca se resolvieron varias de las preguntas que tenían los asistentes sobre la marcha de la economía. Un representante de una entidad foránea resumió lo ocurrido con un “desconcertante”.
Debido a esta circunstancia, el vacío trata de ser llenado por el Presidente de la República. Son mucho más numerosos los comunicados de la Casa de Nariño con respecto a los asuntos económicos y los discursos de Iván Duque sobre el tema, que los pronunciamientos provenientes del edificio situado al otro lado de la Calle Séptima en el centro de Bogotá. El lío es que las reacciones varían cuando quien habla es el jefe del Estado y no el titular de las finanzas públicas.
Dado su rol, el mandatario trata de fijarse solo en las noticias positivas, lo cual lleva a una especie de negación de las dificultades. Para citar un caso, no hay duda de que el ritmo de crecimiento del PIB supera con creces el promedio de América Latina, pero también es cierto que el reporte que entregó el Dane unas semanas atrás sobre el primer trimestre del 2019 mostró resultados que estuvieron por debajo de los cálculos oficiales.
Hay motivos para hablar de un vaso medio lleno: la inflación está bajo control, la inversión extranjera creció 68 por ciento en dólares entre enero y marzo y las ventas de vehículos se comportaron bien en mayo, lo cual sugiere que la demanda interna es saludable. Sin embargo, hay interrogantes válidos, comenzando con el frente fiscal del 2020 en adelante, el aumento del desempleo o la falta de entusiasmo del sector privado para emprender proyectos, por no hablar de la crisis de las edificaciones.
Y si estos obstáculos no se reconocen, la política económica comienza a experimentar problemas de credibilidad. Magnificar lo positivo e ignorar lo negativo tiene un costo, pues la gente se pregunta, no sin razón, si los gobernantes son conscientes de las dificultades del día a día.
Es imposible saber si en las discusiones internas que suceden al interior del Ejecutivo, el tono es franco e involucra a varias carteras. Ojalá así sea, pues uno de los ejercicios indispensables para que las cosas salgan bien es trabajar con escenarios, unos mejores y otros peores. Solo así será posible reaccionar a tiempo si las cosas se ponen más difíciles. No obstante, eso no sucederá si el Ejecutivo se niega a aceptar las malas noticias o trata de silenciar a los que solo buscan mostrar la evidencia.