Quienes siguen de cerca la labor de las instituciones multilaterales que tienen sede en Washington saben que el Fondo Monetario Internacional se ocupa usualmente del desempeño de las economías del planeta con un énfasis en temas como la política monetaria y fiscal o la estabilidad del sistema financiero global. Por ese motivo, no deja de resultar curioso que los técnicos de la entidad se refieran a otros asuntos de primera importancia, como sucede con la corrupción.
Eso es precisamente lo que vienen de hacer tres pesos pesados del FMI que ayer publicaron un texto sobre la presencia de este flagelo en América Latina, comparándola con otras regiones y reconociendo lo difícil que es combatirlo. Escándalos como los “papeles de Panamá” o los pagos ilegales de Odebrecht han sacudido a la opinión de la mayoría de los países del área, lo cual se expresa en altos índices de descontento de la ciudadanía.
Aunque en abstracto el delito es el mismo, pues consiste en la entrega de dinero o favores a cambio de un tratamiento privilegiado en el otorgamiento de un permiso, un contrato o una providencia judicial, se presenta en diferentes niveles. Algunas veces involucra las altas esferas del poder y otras, a escalones inferiores de la burocracia o de las fuerzas policiales. El problema es que cuando la práctica aparece en todos los campos se convierte en un círculo vicioso del cual es muy difícil salir.
Según los expertos del Fondo, una situación de corrupción sistémica se retroalimenta. Ante la creencia del público de que todo el mundo la practica, el resultado es que se convierte en una manera usual de hacer negocios o de obtener autorizaciones de diferentes tipos.
El costo colectivo de esa manera de actuar es inmenso. Las investigaciones académicas muestran que hay alta correlación entre venalidad y desigualdad, pues los recursos públicos no se atribuyen de manera justa o eficiente. A lo anterior se agrega la desconfianza que golpea el ánimo de invertir o consumir, alimentando la incertidumbre, que es un factor muy negativo en el clima de los negocios.
Según los cálculos de los especialistas del Fondo Monetario, una menor incidencia de la corrupción, consistente en acercar los índices de percepción sobre la presencia de este crimen al promedio internacional, elevaría el ingreso por habitante de la región en cerca de 3.000 dólares en el mediano plazo. El aumento, vale la pena señalarlo, no sería uniforme, pues el problema se siente más en unos lugares que en otros.
Por ejemplo, los casos más críticos –derivados de los datos de Transparencia Internacional y del Banco Mundial– están en Guatemala, Haití, Nicaragua y Venezuela. En contraste, el mal es mucho menos notorio en Chile, Costa Rica y Uruguay, cuyas calificaciones se asemejan a las de un puñado de sociedades desarrolladas. No es una mera coincidencia que estas últimas naciones encabecen algunas de las mediciones de desarrollo regional.
Contra lo que podría llegar a pensarse, Colombia no está en los peores lugares de la muestra. Nuestras notas se asemejan a las de Brasil, Jamaica, Panamá o Trinidad y Tobago. No obstante, estar en ese grupo sirve de poco consuelo, pues estamos a gran distancia, no solo de los países más ricos, sino incluso de las economías emergentes de Europa.
Ante la presencia del cáncer, el llamado a hacer una cirugía de fondo es claro. El FMI reconoce que el camino para dejar atrás la enfermedad –o por lo menos disminuir el tamaño del tumor– es largo y requiere el uso de estrategias coherentes. Quedarse cruzados de brazos no es una opción, entre otras razones porque la impaciencia del público puede llevar a vías de hecho que poco remedian. Por eso, la insistencia es en hacer reformas urgentes, con el fin de que la corrupción deje de ser el tradicional palo en la rueda que impide el avance de las sociedades latinoamericanas.