De acuerdo con la definición usual, la lógica es la ciencia formal que estudia los principios de la demostración y la inferencia válida. La paternidad de la herramienta se le atribuye al filósofo griego Aristóteles, que se dedicó de manera sistemática a trabajar los principios del razonamiento válido, el mismo que, en la práctica, la humanidad utiliza desde hace miles de años para construir sobre el conocimiento adquirido.
Aquellos que se han adentrado en el asunto advierten sobre los peligros de argumentar con base en una falacia, definida por la Real Academia como el “hábito de emplear falsedades en daño ajeno”. Hay diferentes clases, aunque los conocedores siempre advierten sobre la presencia de la falsa disyunción, más conocida como el falso dilema. Otros la describen como la del tercio excluido, porque quien la comete se olvida de que puede haber al menos una opción adicional entre dos propuestas.
El recuento viene a colación por cuenta de la manera en que se ha venido planteando el debate público en Colombia. Es usual encontrar entre los aspirantes a la Presidencia de la República o algunos dirigentes, el uso de un recurso que simplifica las grandes discusiones nacionales a una especie de test, en el cual las únicas respuestas válidas son A o B.
La aparición de este fenómeno no es nueva, aunque su presencia sí es más evidente ahora. Tal vez la polarización de la opinión ha llevado a que solo se tienen en cuenta las posturas de los extremos, simplificadas al máximo. Hay un esfuerzo de caricaturizar los pensamientos del contrario con el fin de dejar como solución válida solo una.
El ejemplo típico por estos días es el de los aguacates o el petróleo. La tragedia ambiental causada por la filtración de medio millar de barriles de crudo en inmediaciones de Barrancabermeja, llevó a los contrarios a la presencia de industrias extractivas a plantear un falso dilema, pues es absurdo pensar que no hay campo para desarrollar la agricultura y que exista al mismo tiempo la explotación de hidrocarburos en el territorio nacional.
En la misma categoría se ubica el contraponer el agua a la minería, bajo el entendido de que esta última está a cargo de empresas formales que cumplen con las normas. Tampoco es válido afirmar que la agricultura campesina y las explotaciones intensivas son incompatibles o que hay que escoger entre corrupción y ‘mermelada’ frente a una tarifa de IVA del 19 por ciento.
Por otro lado, dejar quieta la edad de jubilación no garantiza que más gente se pensione, como tampoco el desequilibrio del sistema de salud se arregla con la eliminación de las EPS. La sostenibilidad de uno y otro exige cirugías de fondo, que son más impopulares que las fórmulas mágicas.
Quizás lo más peligroso en lo que atañe a mantener la casa en orden es presentar los impuestos como el gran palo en la rueda del crecimiento económico. Es indudable que en Colombia las cargas están mal repartidas, pero equilibrarlas es diferente a eliminarlas. Afirmar que el consumo y la inversión se van a disparar por cuenta de alivianar el esfuerzo tributario es pensar con el deseo, aparte de arriesgarse a tener un dolor de cabeza mayúsculo por una situación fiscal inmanejable.
Así las cosas, sería ideal que el debate presidencial se basara en argumentos válidos y no en falacias. Más que escoger entre una simplificación de supuestas posturas ideológicas, los ciudadanos deberían ser capaces de elegir a aquel que muestre la mejor capacidad de hacer un buen gobierno para todos.
No obstante, esa es una aspiración ilusoria en la época de la posverdad. Reducir al contrincante a lo que no es, es sencillo en la era de las redes sociales. El riesgo es que a la hora de manejar los destinos de la nación, la capacidad de decir falsedades se agota. Y el peligro es acabar siendo víctima del propio invento.