Puede ser que forme parte de las costumbres de los colombianos, pero una de las frases que se escucha con más frecuencia en las celebraciones de la época navideña es la que festeja que al calendario del presente año le queden pocas hojas. A pesar de que las cifras muestran que la economía nacional registró una importante recuperación en su ritmo de crecimiento, es claro que el 2018 no será mirado con nostalgia.
Para quien busque explicaciones rápidas, la razón es que la carga emocional de los días pasados ha sido inmensa. No hay duda de que el proceso de discusión y aprobación de la ley de financiamiento dejó un mal sabor, tanto entre los directamente afectados por las mayores cargas tributarias como entre la ciudadanía en general. Las encuestas muestran un pesimismo al alza que se explica no solo por factores relacionados con el bolsillo, sino también por los escándalos de corrupción o la polarización ideológica.
Sin embargo, sería un error creer que lo que hay aquí es un bache coyuntural. Una mirada hacia atrás sugiere que el problema es de otra índole y está relacionado con el aumento de la incertidumbre, tanto en el ámbito internacional como local. Los últimos meses se asemejan a un laberinto en el cual aparecen diversos obstáculos, sin que sea posible encontrar la salida.
El acertijo más complejo de todos, es el de la política. Son numerosos los ejemplos en el mundo respecto a la incapacidad de los gobiernos de centro para cumplir con las expectativas de prosperidad que demandan las sociedades modernas. Aparte de la crisis del Estado de bienestar, están los sacudones que crean la revolución tecnológica, la globalización, las presiones migratorias o el calentamiento global, desafíos que hacen ver oscuro el porvenir.
Las estadísticas confirman que la pobreza sigue disminuyendo en todos los continentes, mientras la clase media se expande. No obstante, la insatisfacción de la gente con su respectiva realidad sube, junto con el desprestigio de las instituciones. Dicho de otra forma, la riqueza promedio es mayor, pero los índices de felicidad dan marcha atrás.
Una de las consecuencias de esa percepción es el auge del populismo, que como un contagio se extiende a lo largo y ancho del planeta. Quienes aspiran a cargos de elección popular entienden que resulta más efectivo jugar con los miedos y prevenciones de un sector de la población, que con propuestas que congreguen. Las redes sociales sirven para construir comunidades afines en sus preferencias y odios, allanando el camino a aquel que propone soluciones radicales.
La llegada al poder de Andrés Manuel López Obrador en México y de Jair Bolsonaro en Brasil demuestra que América Latina vuelve a ser terreno fértil para el caudillismo. Es verdad que mientras uno se ubica a la izquierda del espectro ideológico, el otro está la derecha, pero aquí vuelve a confirmarse el aforismo de que los extremos se tocan.
El efecto práctico del giro populista es evidente. En lugar del multilateralismo, lo que vale ahora es el nacionalismo, que le conviene a quienes pueden pisar más duro. Donald Trump es un ejemplo, aunque no es el único. La impresión de que ahora la fórmula que vale es la del sálvese quien pueda, dispara la volatilidad en un planeta con riesgos in crescendo.
En medio de ese entorno, Colombia no la tiene fácil. Tras un primer semestre de dudas por la época electoral, el segundo no trajo las respuestas esperadas. Más allá del discurso oficial, los sondeos revelan que casi todo se ve con un lente más oscuro.
El deterioro de la confianza es lo más inquietante de un 2018 cuyas mejoras, aquí también, quedaron sepultadas por la incertidumbre. Ojalá ello no tenga efecto indeseable sobre el consumo y la inversión, a ver si el próximo año salimos del círculo vicioso en el cual estamos atrapados.