Para ninguna persona interesada en el asunto es desconocido que la economía venezolana viene en un proceso de franco deterioro desde hace varios años. Tanto los estimativos de algunas entidades independientes como de los organismos internacionales muestran un panorama desolador que se confirma con los reportes del ciudadano de a pie, los cuales hablan de escasez de alimentos, medicinas o repuestos y precios que cambian todos los días. De manera reiterada, los migrantes que prueban suerte en otras latitudes hablan del hambre y la falta de oportunidades como los principales causantes de su decisión de irse.
Aun a sabiendas de todo lo anterior, es imposible pasar por alto la divulgación de estadísticas hecha el martes por el Banco Central de Venezuela, después de un silencio cercano a los cuatro años. El motivo es que las cifras oficiales muestran un declive que coincide con lo que dicen otras fuentes, en lo que a más de uno le puede parecer un inusitado esfuerzo en pro de la transparencia. Las especulaciones de por qué se conocen los números sin maquillaje están a la orden del día, pero, por ahora, vale la pena centrarse en los datos.
Lo que estos muestran es una caída del Producto Interno Bruto que asciende al 52,3 por ciento desde el 2013, cuando Nicolás Maduro asumió la presidencia. Por su parte, la inflación, cuyo registro se ubicó en 180,9 por ciento en el 2015, subió hasta 130.060 por ciento el año pasado. Es verdad que este último guarismo dista del 1’700.000 por ciento al cual se refiere la oposición, posiblemente por el uso de canastas de bienes y ponderaciones distintas. En cualquier caso, la fotografía de la carestía –la más elevada del mundo– es deprimente.
No menos dramática es la debacle sectorial. En la era de la actual administración chavista, el segmento de la construcción se contrajo en 95 por ciento, las actividades financieras y el comercio en 79 por ciento y la industria en 76 por ciento. Hablar de tierra arrasada no es una exageración, pues a lo anterior hay que agregar que la producción de hidrocarburos desciende en picada y ya sería inferior a la de Colombia.
También llama la atención el panorama del sector externo. Los ingresos por exportaciones de petróleo que alcanzaron los 85.603 millones de dólares seis años atrás, cayeron a 29.810 millones en el 2018, es decir, cerca de una tercera parte. Más profunda todavía fue la descolgada de las importaciones en el mismo lapso: de 57.183 a 14.886 millones de dólares, una relación cuatro a uno. Con razón, hay tantos anaqueles vacíos en una nación que trae del exterior la mayor parte de la comida que consume.
Y las cosas no van mejor este año. De acuerdo con el BCV, la canasta familiar subió 1.047 por ciento entre enero y abril, por encima incluso de lo que dijo la Asamblea Nacional. Otras señales muestran que las cosas van de mal en peor, así algunos bienes hayan retornado a las estanterías. El lío es que su valor es tan elevado que, en la práctica, son inalcanzables para el ciudadano promedio.
A la luz de la radiografía tomada por el Banco Central, vale la pena preguntarse qué vendrá para la población venezolana, especialmente porque las sanciones económicas adoptadas por Washington deberían sentirse con mayor dureza en los meses que vienen. La perspectiva no es nada alentadora y solo la esperanza de un cambio político permite pensar en un mañana mejor.
Y aunque las conversaciones auspiciadas por Noruega entre los representantes de Maduro y Juan Guaidó tuvieron lugar hasta ayer, ningún bando habló de avances. Debido a ello, todo apunta a más de lo mismo: recesión, carestía, desempleo, menor nivel de vida y mayor ánimo de emigrar. Y para hacer ese pronóstico no se requiere hacer ningún ejercicio estadístico.