El apagón que literalmente ensombreció los actos programados en Venezuela, el pasado 5 de marzo, cuyo objeto era conmemorar el quinto aniversario de la muerte de Hugo Chávez, habla por sí solo de la situación de un país cuya realidad se ha venido deteriorando de manera continua desde el 2013. Aunque seguramente no faltó quien dijera que el corte de energía fue la manera en que el caudillo desaparecido se manifestó, los escépticos recuerdan que en las semanas previas se habían producido tres episodios similares.
En cualquier caso, Nicolás Maduro aprovechó la ocasión para participar en diversos eventos en los que le recordó a la audiencia que él es el sucesor designado del fundador de la Revolución Bolivariana. Dada la cercanía de las elecciones presidenciales, cualquier ocasión es buena para hacer proselitismo.
Es de prever que el actual inquilino del Palacio de Miraflores seguirá en su cargo. Propios y extraños señalan que no debería tener problema para salir reelegido, dada la ausencia de la oposición en los comicios y el control que ejerce sobre las autoridades encargadas del escrutinio. Cualquier esperanza de cambio quedará aplazada hasta nuevo aviso, lo cual quiere decir que el profundo retroceso experimentado hasta ahora seguirá su curso.
Encontrar paralelos para la tragedia venezolana en el mundo de hoy es imposible, si se excluyen las naciones víctimas de un conflicto armado. La que fuera la sociedad con el mayor nivel de América Latina, atraviesa las horas más oscuras de su historia. Hambre, inseguridad y represión son la norma en el país vecino, en el cual una enfermedad menor puede convertirse en sentencia de muerte ante la ausencia de medicinas.
La expresión más notoria de lo mal que están las cosas es la ola migratoria que, según los cálculos disponibles, alcanza los cuatro millones de habitantes, uno de cada ocho venezolanos. Colombia es la más afectada por esa diáspora, cuyo número aumenta todos los días, pero no es la única. Desde Ecuador hasta Argentina se cuentan por decenas de miles los recién llegados, que buscan sostenerse y enviarles algo de dinero a las familias que dejaron atrás.
Ante la magnitud de la crisis humanitaria, que demandaría una actitud más decidida por parte de la comunidad global, es fácil enfilar baterías contra Maduro. A fin de cuentas, el Fondo Monetario Internacional calcula que el tamaño de la economía de Venezuela se ha reducido a la mitad desde el 2013. La inflación, que habría sido 2.400 por ciento en el 2017, alcanzaría 13.000 por ciento este año, debido al enorme déficit fiscal y la pérdida de confianza en el bolívar.
Por su parte, los testimonios de quienes viven al otro lado de la frontera o cruzan el puente Simón Bolívar, hablan de una especie de pasado glorioso cuando Chávez estaba en el poder. Más de uno recuerda que había comida en los anaqueles de las tiendas y que la pobreza llegó a disminuir de manera acelerada por cuenta de las estrategias gubernamentales.
Sin embargo, un análisis desapasionado muestra que el germen de la debacle se había sembrado años antes. El movimiento bolivariano vivió épocas de gloria, debido a que el petróleo superó los 100 dólares por barril, dando origen a una bonanza de recursos tal, que disimuló la destrucción de la base industrial y el desplome de la inversión privada. Cuando la cotización del crudo empezó a caer, a partir de mediados del 2014, quedaron al descubierto los problemas de un modelo insostenible.
Las cosas se complicaron con los errores del gobierno actual, que llevaron a que se destruyera la capacidad de producir hidrocarburos, y en ello Maduro tiene una buena cuota de la culpa. Pero el verdadero responsable es Chávez, que ojalá desde el más allá contemple cómo las políticas que impulsó, empobrecieron a su pueblo.