En el momento de escribir estas líneas, el huracán Irma continuaba avanzando por el Caribe, dejando a su paso una estela de inmensa destrucción. Los reportes provenientes de islas como Barbuda o Saint Martin hablan de daños que dejarán profundas cicatrices, incluso en un área acostumbrada a la implacable fuerza de la naturaleza.
Tales destrozos llevaron a cientos de miles de habitantes en la península de la Florida a buscar refugios en zonas más seguras. Muchos residentes de esa zona de Estados Unidos recuerdan el balance del huracán Andrew, que en 1992 se convirtió en la tragedia natural más costosa en la historia del país del norte.
El temor de que suceda algo parecido o peor, es justificado. La tormenta en cuestión es descrita como la más poderosa jamás medida, tanto en extensión como en la fuerza de sus vientos, con ráfagas que han superado los 250 kilómetros por hora. Si bien las construcciones son ahora más resistentes y el nivel de cautela mayor, el desarrollo urbano no se ha detenido lo cual incrementa los riesgos.
Encender las alarmas es lógico, sobre todo cuando vastas zonas de Texas todavía no se recuperan de las inundaciones causadas por Harvey. En Houston, la ciudad con más población del estado, uno de cada cinco residentes se verá obligado a pedirle ayuda al Gobierno federal. Debido a esa situación, ayer el Senado estadounidense aprobó un paquete de ayuda de 15.000 millones de dólares que puede ser insuficiente si Irma no cambia su trayectoria y se pierde en el Atlántico.
La presencia de dos nuevos frentes de tormenta con potencial destructor, confirma que estamos en plena temporada de huracanes, propia de esta parte del calendario. Aunque cada año trae su afán, es evidente que el capítulo del 2017 arrancó con fuerza, dándoles argumentos a los científicos que señalan que los eventos catastróficos vienen al alza y particularmente aquellos relacionados con el clima.
Aunque la discusión académica no termina, un grupo cada vez más grande de meteorólogos sostiene que el calentamiento global es el principal responsable de que los fenómenos atmosféricos aumenten en intensidad. Esa opinión no solo es compartida por muchos en el hemisferio americano, sino también en Asia, en donde los tifones también parecen golpear más duro, mientras que las lluvias caen con más intensidad. La cifra de muertos –desde China hasta India– supera los 2.000 en las últimas semanas, poniendo en jaque incluso a las megaciudades, tales como Hong Kong o Singapur.
Más allá del debate, hay un campanazo de alerta que no debería ser ignorado. En la medida en que la mayoría de los habitantes del planeta habita en zonas costeras, el mensaje de los expertos es que es obligatorio prevenir antes que curar. Ello obliga a pensar en obras de mitigación con el propósito de limitar los daños que pueden dejar los ciclones o los mares de leva, a sabiendas de que nadie estará plenamente a salvo.
Lo anterior se agrega al aumento previsto en el nivel del océano, suficiente para disparar los perfiles de riesgo de múltiples urbes. El desprendimiento de grandes bloques de hielo en los polos puede llevar a más de uno a levantar los hombros, pero cualquiera que haya tomado una bebida fría sabe lo que sucede cuando los cubos se derriten.
En medio de tantas alarmas, Colombia no puede bajar la guardia. Cinco meses después de la tragedia de Mocoa, el país parece comportarse como un simple espectador ante las angustias de otros, olvidando que nuestra localización geográfica –y nuestra orografía– nos hacen particularmente vulnerables.
Y no se trata solamente de estar preparados para responder a la emergencia del día, sino que hay que pensar de manera diferente. Ello obliga a hacerle entender al público, y a las autoridades locales y regionales, que el peligro ahora será más contante que ocasional. Con o sin Irma en el camino.
Editorial
Mucho más que un huracán
La amenaza de Irma vuelve a poner de presente que las emergencias del clima son y serán motivo de alerta permanente.
POR:
Ricardo Ávila
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