Que América Latina tiene poco de qué enorgullecerse por estos días, es una afirmación difícil de debatir. En el frente económico, las cifras muestran un desempeño que no merece siquiera el calificativo de mediocre, pues la expansión proyectada para este año es apenas superior al 1 por ciento y no alcanza a borrar las cifras en rojo correspondientes al 2015 y el 2016.
Por su parte, la turbulencia política es la constante, como lo muestra el caso crítico de Brasil, para no hablar de la situación de Venezuela, en donde un régimen dictatorial hace lo que sea para mantenerse en el poder. A lo anterior se agrega que la gran mayoría de los gobiernos elegidos democráticamente reciben notas muy bajas por parte de los ciudadanos, con excepción de uno que otro mandatario que apenas estrena la banda presidencial.
Para completar el panorama, la situación social muestra que los avances que se llegaron a conseguir durante parte del presente siglo pertenecen al pasado. Los cálculos con respecto a la pobreza muestran que esta, otra vez, se acerca hacia el 30 por ciento, arrasando con las esperanzas de millones de personas que llegaron a creer que el sueño de un futuro mejor estaba asegurado.
En lo que atañe a la desigualdad, el único consuelo es que el retroceso todavía no se ve. De acuerdo con un informe hecho público por la Cepal, un par de días atrás, el coeficiente de Gini –cuyos extremos teóricos están entre cero y uno– se ubicó en 0,469 el año pasado. En comparación con la fotografía de hace 15 años, el mensaje es que la torta está un poco mejor repartida que antes.
El motivo principal es que aquellos que se encuentran en la base de la pirámide vieron que sus ingresos aumentaron a un ritmo mayor que el de los más ricos. No solo las mayores oportunidades de empleo explican esa mejora. También programas enfocados en las poblaciones más vulnerables –como las mujeres cabeza de hogar o los ancianos– sirvieron para equilibrar ligeramente la balanza. Las transferencias monetarias condicionadas despiertan críticas, pero todavía no se inventa un sistema que muestre la misma efectividad a la hora de cerrar brechas, por lo menos en un lapso relativamente corto.
Sin embargo, la región debería mirar con humildad lo conseguido. No está de más recordar que seguimos siendo la zona más inequitativa del mundo, en lo que a concentración de la riqueza se refiere. Para citar un ejemplo concreto, por cada 100 unidades monetarias que percibieron aquellos que se encuentran en el 20 por ciento más pobre, los que están en el quintil más rico recibieron 1.220 unidades en el 2015. Es verdad que en el 2008 esa relación era de 14,7 a uno, pero las diferencias todavía son muy grandes.
Colombia, a su vez, muestra avances que palidecen frente a lo que falta por hacer. Si al comenzar el siglo estábamos por encima del promedio latinoamericano en lo correspondiente a la pobreza, ahora nos situamos por debajo. Aun así, 28 por ciento de la población no consigue cubrir los gastos que necesita hacer para tener una vida a digna.
Al mismo tiempo, el panorama de la desigualdad es un poco menos angustiante. El índice de Gini ha bajado, pero apenas estamos mejor que Haití, Honduras o Guatemala. Superamos con creces la media regional y continuamos como una de las diez sociedades más inequitativas del planeta.
En conclusión, falta mucho para sacar pecho. Cobrarles impuestos a los que más tienen y darles la mano a los desposeídos es la única receta que funciona aquí, y en Cafarnaúm. El desafío es contar con una estructura tributaria justa, combinada con un gasto público limpio y eficiente. Solo hasta que eso suceda, América Latina y Colombia podrán decir que están haciendo la tarea.
Todo lo que falta
América Latina sigue siendo la zona más inequitativa del mundo, en lo que a concentración de la riqueza se refiere.
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