A finales de esta semana Luis Fernando Andrade deberá enfrentarse a una de las pruebas más difíciles de toda su vida. No de otra manera puede describirse la citación judicial a la que tendrá que presentarse para escuchar la imputación de cargos que se le hace por sus actuaciones con respecto al otro sí del contrato de la Ruta del Sol II, que le dio luz verde al proyecto vial que une a Ocaña y Gamarra, en el nororiente del país.
Frente al proceso que apenas comienza, solo queda esperar que el expresidente de la Agencia Nacional de Infraestructura logre demostrar su inocencia. Las manifestaciones de respaldo que ha recibido destacan la extraordinaria labor que realizó al frente de la entidad que en buena hora sustituyó al Instituto Nacional de Concesiones, en donde se enquistaron la corrupción y la politiquería durante tantos años.
Que ahora hay una realidad diferente lo comprueba la firma de 31 grandes contratos por un valor superior a los 40 billones de pesos, sin que nadie -comenzando por los consorcios perdedores- haya plantado una sola sombra de duda con respecto al proceso adelantado. Las carreteras que entrarán gradualmente en operación serán clave para que el país mejore su competitividad de manera sustancial y para que el modelo se utilice durante muchos años con el fin de romper los cuellos de botella que quedan pendientes.
Pero más allá de la discusión sobre la hoja de ruta a seguir en este campo, el caso de Andrade vuelve a poner de presente lo difícil que es hacer patria en Colombia, para usar la conocida expresión. Lejos estaba de imaginar hace seis años el exitoso directivo de McKinsey -la firma de consultoría empresarial más prestigiosa del planeta- que su paso por el sector público acabaría con su honra en veremos.
El tema es fundamental, pues el Estado necesita con urgencia atraer el mejor talento posible para ser, a la vez, más eficiente y efectivo. A nadie le cabe duda de que las instituciones públicas requieren una cirugía de fondo, por lo cual demandan una conducción impecable para atender las múltiples necesidades de la población. Escoger las prioridades, usar bien los recursos escasos y blindar los procedimientos para que no entre la venalidad, forman parte de los desafíos de cualquiera que quiera hacer las cosas bien.
A los cínicos les puede parecer increíble que alguien desee trabajar de manera altruista para que las cosas en Colombia mejoren. Sin embargo, son numerosos los ejemplos de aquellos que aceptan una reducción sustancial en sus ingresos sin otro propósito que el de servirles a sus congéneres y recibir la satisfacción que da el trabajo bien hecho, en beneficio de la mayoría.
El problema es que esa visión se estrella de manera abrupta con la realidad. Aparte del sacrificio de otras oportunidades, de las largas horas exigidas, de los debates políticos y de la falta de presupuesto, la posibilidad de un carcelazo o de perder el patrimonio construido de manera honrada cambia de manera radical la ecuación para cualquiera.
No es la primera vez que la justicia o los órganos persiguen a personas que actuaron de buena fe desde los cargos oficiales. Un ejemplo extremo es el de Andrés Camargo, exdirector del IDU, que asumió con entereza los castigos que se le impusieron tras proclamar su inocencia.
Sin embargo, en esta oportunidad las cosas comienzan a ir más lejos. Aparte del expresidente de la ANI, el escándalo de Reficar puso en la picota a aquellos miembros de junta directiva independientes, que aceptaron la invitación gubernamental para mejorar el gobierno corporativo de Ecopetrol.
Sin duda que a la corrupción hay que perseguirla y a los culpables se les requiere castigar sin contemplaciones. Pero eso es distinto a que los justos paguen por los pecadores o que los más capaces se abstengan de entrar a la administración pública, al considerar que es un dudoso honor que no vale la pena.