Las revoluciones usualmente no se anuncian, sino que suceden. Así, años después los estudiosos que miran en perspectiva los hechos puedan identificar la fricción entre las placas tectónicas de una sociedad y entender cómo se crearon las condiciones que llevaron a un cambio abrupto, eso no quiere decir que el siguiente terremoto sea fácil de identificar.
No obstante esa regla general, hay una revolución sobre la cual existe certeza. Se trata de la que va a ser ocasionada por cuenta de los avances tecnológicos y las telecomunicaciones. Aunque siempre hay un grado de incertidumbre con respecto al futuro, el advenimiento del internet de las cosas, la automatización, la robotización y la inteligencia artificial, entre otros, van a cambiarle la cara al planeta a una velocidad nunca antes experimentada por la humanidad.
Que las realidades son diferentes ahora, es incuestionable. Sectores que parecían ser una roca sólida, encuentran que están asentados sobre arenas movedizas. General Electric, que fuera la compañía más valiosa del mundo en el 2004, está en problemas serios por cuenta de malas decisiones gerenciales que la llevaron a perder el lugar de vanguardia que ocupó.
Sin embargo, el asunto que más desvela a múltiples analistas es el del empleo. Diferentes estudios muestran que un número amplio de profesiones y oficios están en peligro, incluyendo algunos que podrían desaparecer por completo. Los cálculos oscilan entre 14 y 54 por ciento de las ocupaciones actuales, de aquí al 2030. Aun si se toma el número más bajo, el impacto podría ser descomunal en las naciones más prósperas y en países emergentes.
El más reciente libro del periodista Andrés Oppenheimer pone los puntos sobre las íes. Con el provocativo título de Sálvese quien pueda, este hace una juiciosa labor de reportería orientada a demostrar que son muy pocas las disciplinas que pueden salir indemnes de los vientos que soplan.
La lista comienza con los periodistas, sigue con dependientes de almacenes y meseros, pasa por banqueros y contadores, incluye a médicos y maestros, y concluye con trabajadores industriales y transportadores de personas o bienes. El punto central es que aquellas labores que son repetitivas, predecibles y que siguen un patrón, van a ser reemplazadas por un algoritmo o una máquina que opera durante 24 horas, siete días a la semana, 30 días al mes y 365 jornadas al año.
Escribir un texto básico, hacer una hamburguesa, leer una radiografía, redactar un contrato o llevar una mercancía sin necesidad de operario, son funciones que empiezan a ser tercerizadas. Aplicaciones similares a Siri acabarán encargándose del servicio al cliente, ya sea para agendar una cita, recibir una queja o prestar asistencia técnica. Es verdad que nada sucederá de la noche a la mañana, pero sí en el paso de una generación.
El reto que presenta ese nuevo mundo que está a la vuelta de la esquina, es inmenso. Basta con imaginarse las turbulencias políticas que traería el arribo de los vehículos autónomos al desplazar a los choferes de taxis, buses y camiones, si la única opción para quien se quede de brazos cruzados es la pérdida de su autoestima y el deterioro de su calidad de vida.
Por tal motivo, más allá de las urgencias del día a día, la única opción viable es prepararse. La salida ideal es darle nuevas capacidades a quien se arriesgue a quedarse obsoleto, a sabiendas de que la demanda de personas calificadas aumentará en áreas como el cuidado de adultos mayores o el análisis de datos. Aparte de lo que cada uno pueda hacer a título individual, los Gobiernos están en la obligación de diseñar redes de apoyo o incluso pensar en una renta mínima universal que parece una utopía. Solo así será posible manejar una revolución que, más que deseable, suena inevitable.