Recientes declaraciones del director de Planeación Nacional, Jorge Iván González, reactivaron el debate sobre la regla fiscal y sus consecuencias.
La cabeza del DNP afirmó que le propuso al Gobierno y al Ministerio de Hacienda la creación de una norma sobre gasto público más flexible que integre los recursos que se destinen a la transición energética. Es decir, una especie de “regla fiscal verde” que no cuente inversiones estratégicas ambientales dentro de los severos requerimientos.
Rápidamente el director González aclaró que no está en los planes del Gobierno ninguna modificación a la regla fiscal y altos miembros del equipo económico de la administración Petro reafirmaron el compromiso con la normatividad actual. No obstante, las declaraciones del jefe de Planeación ratifican no solo las reales limitaciones financieras del Estado para acometer los proyectos e iniciativas requeridas para una economía de bajas emisiones, sino también la debilidad del momento fiscal.
La regla fiscal, establecida por la ley 1473 de 2011, está orientada a “asegurar la estabilidad de las finanzas públicas de tal forma que no se supere el límite de deuda”.
Asimismo, se crea el Comité Autónomo de la Regla Fiscal (Carf) como cuerpo consultivo de “carácter técnico e independiente”.
Esta normatividad busca que el Ejecutivo cuente con un ‘mecanismo de seguridad’ que no le permita implementar un tren de gastos y de endeudamiento que termine descarrilado.
Con un Estado propenso al desperdicio de recursos, burocracia ineficiente y víctima de corrupción, estas riendas fueron bienvenidas. Al mismo tiempo, esas medidas de autocontrol fiscal envían unas señales de confianza a los mercados frente a la situación macroeconómica del país.
Lo cierto es que, a pesar de los cuantiosos recaudos de dos reformas tributarias consecutivas sobre los hombros de las empresas y los recursos extraordinarios provenientes de los altos precios internacionales de los hidrocarburos, el panorama fiscal colombiano de pos-pandemia luce complicado y con escaso margen de maniobra.
Para este 2023 el Gobierno proyecta un déficit de 4,3% del PIB y para 2024 estima un aumento al 4,5% del PIB. La deuda neta para el próximo año estaría en un 57,1% del PIB, un nivel demasiado elevado.
De hecho, el Carf, en un pronunciamiento sobre el Marco Fiscal de Mediano Plazo, alertó que el cumplimiento de la meta del déficit para 2024, 2025 y 2026, depende de ingresos no estructurales e inciertos. Además, el Marco Fiscal tampoco incorpora en sus cuentas los impactos fiscales que desataría la aprobación del paquete de reformas que impulsa el gobierno Petro.
A lo anterior se debe añadir la presión para la disparada del gasto público que experimenta la Casa de Nariño no solo ante las altísimas expectativas de transformaciones sociales de su electorado sino ante el deterioro de la aceptación popular de su llamada “agenda del cambio”.
Teniendo estos elementos en cuenta, y otros más estructurales, el espacio para excepciones que abran la puerta a mayores gastos en las arcas públicas en los próximos años es muy restringido.
De hecho, a la par de la desaceleración, la situación fiscal -el desequilibrio generado por la pandemia y la falta del reajuste en los años siguientes- es de las principales preocupaciones frente al futuro cercano de la economía.
Más aún, en vez de discutir, así sea teóricamente, alternativas de flexibilización a las ‘riendas’ fiscales, la atención debe concentrarse en cómo gastar con prudencia, eficacia y efectividad los recursos con los que hoy cuenta el Gobierno, manteniendo la sostenibilidad, reduciendo la deuda y transitando hacia la recuperación del grado de inversión.
FRANCISCO MIRANDA HAMBURGER
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