La escena de hace unos días en Bogotá, cuando una serie de personas quemaron implementos con la marca Rappi, puso de presente un desafío que existe en múltiples latitudes: ¿Cómo garantizar que la nueva economía no derive en mayores índices de trabajo informal y lleve a un deterioro en la calidad del empleo? Aunque en varias sociedades se han hecho intentos parciales de reglamentación, a decir verdad no hay una respuesta definitiva ante una modalidad que rompe con los parámetros existentes.
El dilema probablemente no sería tan urgente si el statu quo se viera asegurado. Sin embargo, la tendencia sugiere que a la vuelta de unos pocos años una altísima proporción de las personas derivarán su sustento de formas de vinculación flexibles, en las cuales no existirán horarios fijos ni muchas organizaciones con grandes nóminas.
Desde el punto de vista más extremo, cada uno será su propio jefe y tendrá la potestad de ofrecer sus servicios de manera libre a un universo de potenciales clientes.
La idea suena muy atractiva. De un lado, hay personas con las más diversas habilidades. Del otro, usuarios que requieren una labor específica. Para conectarlos basta una aplicación que permite que se encuentren la oferta y la demanda, bajo unas condiciones mínimas de valor. Cuando la segunda supera a la primera, los precios cambian.
En términos generales, esa realidad dio lugar el surgimiento de plataformas como Uber o Didi, gracias a las cuales se transportan millones de personas diariamente en el mundo, a pesar de que las compañías en cuestión no poseen vehículos. Y el esquema se sigue replicando para los oficios más variados, por cuenta de una empresa determinada que verifica la calidad de los participantes en el proceso y administra un sistema de pagos, a cambio de lo cual recibe una comisión.
Servir de puente entre particulares cambia incontables reglas de juego, sobre todo en lo que atañe a reclamaciones y responsabilidades. El atractivo de disminuir los eslabones de intermediación, supuestamente conduce a menores costos y a romper la presencia de oligopolios. Debido a ello, una economía determinada gana en eficiencia pues los recursos se asignan de manera casi perfecta.
La práctica, sin embargo, muestra que hay barreras de entrada, por lo cual crear esta especie de plazas de mercado virtual, no es algo sencillo. Por lo general, el que pega primero, pega dos veces, como dice el refrán. Si logra superar una masa crítica, será difícil que pierda su liderazgo, pues los posibles clientes acabarán prefiriendo aquellos lugares en donde el abanico es más amplio. En la medida en que las herramientas de las que dispone resulten más sofisticadas, será mayor la inversión en tecnología que tendrá que hacer quien aspire a llegar al primer lugar.
Para los críticos de lo que está sucediendo, el elemento más débil de la ecuación son los trabajadores y, especialmente, las personas con menores niveles de capacitación. En lugar de que las normas regulen quiénes pueden participar en una actividad determinada -como sucedería con quien haya obtenido una licencia para manejar un taxi- la entrada masiva de postulantes deprime el valor de ciertos oficios y acaba nivelando por lo bajo.
Debido a ello, incluso en las naciones más ricas hay cuestionamientos respecto a la “precarización” del empleo. En aquellos lugares en donde existe la provisión pública de la salud, hay algún tipo de red, pero por lo general se pierden las cotizaciones con miras a una pensión de jubilación.
El riesgo no es menor en países en donde existen altos índices de informalidad laboral. En ese sentido Colombia debe mirar el tema para que los avances recientes no se esfumen. El apoyo del Ministerio del Trabajo a la contratación por horas con sus correspondientes requisitos merece mirarse, al igual que experiencias en otros sitios. Cruzarse de brazos ante el futuro o negar que este va a llegar, sería la peor actitud de todas.
Ricardo Ávila Pinto
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