“No me dé trago extranjero, que es caro y no sabe a bueno”, reza el conocido bambuco que lleva como nombre Soy colombiano. La canción, que es una especie de himno nacional que se entona en noches de parranda, o en las celebraciones propias del 20 de julio, ha vuelto a ser invocada por estos días en el Congreso debido a la discusión de un proyecto sobre los licores al que le falta su paso por el Senado para que pueda convertirse en ley de la República.
El motivo es que justo cuando la iniciativa está a punto de comenzar su recta final en el Capitolio, sube de tono la polémica en torno a su eventual aprobación. Para sus críticos, entre los que están algunos parlamentarios liberales, otros uribistas y el Polo Democrático, se trata de defender las licoreras departamentales frente a la presión del capital extranjero. Para sus defensores, lo que se busca es mejorar las reglas de juego existentes para aumentar las rentas que reciben los entes territoriales y combatir el contrabando y la adulteración.
El debate ocurre teniendo como marco el Artículo 336 de la Constitución que establece que hay un monopolio rentístico de los licores, cuyo destino es financiar la educación y la salud, y que se encuentra en vigencia mucho antes de la expedición de la actual Carta Política. Con base en dicho sistema, se crearon las licoreras departamentales, cuyo negocio principal es la elaboración del aguardiente y, en menor grado, el ron.
Así tenga defensores, el esquema actual dista de ser perfecto. Aparte de que es un anacronismo contar con unas reglas de juego que les impiden a los consumidores ejercer sus preferencias, la figura ha levantado ampollas tanto en el seno de la Comunidad Andina como en la Unión Europea, que en enero pasado demandó al país ante la OMC por el uso de prácticas restrictivas.
Peor todavía es ver las consecuencias del modelo ensayado. De las 24 licoreras departamentales que llegaron a existir, sobreviven seis, pues las restantes debieron ser liquidadas, víctimas de la politiquería y el desgreño administrativo. La manera de delegar la distribución de las marcas más conocidas se ha asociado, en múltiples oportunidades, al pago de favores a amigos y financistas de campañas, para no hablar de insinuaciones sobre la presencia de organizaciones criminales.
Como si lo anterior fuera poco, el régimen impositivo golpea mucho más hoy en día al producto nacional. Un vino moscatel hecho localmente tiene una carga que equivale a una cuarta parte de su valor, mientras que para una champaña costosa, el gravamen apenas llega al 1 por ciento.
Debido a ello, el texto que proviene de la Cámara de Representantes incluye un tributo general de 220 pesos, al que se adicionaría un componente del 25 por ciento sobre el precio final. Así, un whisky de altísima gama, cuya carga fiscal es apenas del 4 por ciento, pasaría a tener una del 24 por ciento. Adicionalmente, se incluiría un IVA general del 5 por ciento, que le permite a los productores locales descontar los impuestos pagados en sus insumos.
Según los cálculos presentados en el Capitolio, el recaudo departamental subiría el 20 por ciento, al pasar de 1,46 a 1,76 billones de pesos en el 2017. Lo anterior no incluye la posibilidad de que los departamentos se asocien entre sí o con el sector privado para producir licores, algo que puede generar ingresos de exportación y nuevos empleos.
El peso de los argumentos es tal que es difícil defender el statu quo. Aun así, hay quienes prefieren que las cosas sigan como están, a pesar de que una de cada cuatro botellas que se consumen es de origen ilegal. Por su parte, los importadores apoyan el cambio de régimen, pero preferirían ver impuestos un poco más bajos, pues temen que las ventas se descuelguen, un temor compartido por Fenalco. Y aunque las razones expuestas merecen ser valoradas, oponerse al cambio sería un error solamente comparable a seguir bebiendo un trago amargo y de mala calidad.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
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Editorial
Un trago amargo
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