Hubo una época no muy lejana en la cual Latinoamérica era el equivalente en economía de la niña más bonita del barrio. Entre el 2003 y el 2008, la región creció a un promedio cercano al 5 por ciento anual, una cifra que no veía desde hace medio siglo y que generó, en su momento, todo tipo de expresiones de entusiasmo sobre lo que venía para sus 600 millones de habitantes en el futuro.
A decir verdad, se presentaron cambios fundamentales. El más importante de todos fue un descenso en las tasas de pobreza que cayeron en 16 puntos desde el 2002, de 44 a 28 por ciento, de acuerdo con la Cepal. Cerca de 70 millones de personas salieron de esa condición, lo cual contribuyó con el fortalecimiento de la clase media y el auge del consumo.
No obstante, la fiesta terminó. Y no fue ayer, sino hace un par de años. Pero un explicable sentimiento de incredulidad hizo que las proyecciones a la baja fueran vistas como un fenómeno temporal, siempre con la esperanza de que las cosas mejoraran otra vez, así fuera por un golpe de suerte.
En consecuencia, solo hasta ahora propios y extraños empiezan a aceptar que el camino que viene es largo. La baja en los precios de los bienes primarios que la región exporta puede ser larga y ello conduce a una pérdida en el ingreso, de carácter permanente. El paralelo se puede hacer con una persona a la que le rebajan el sueldo y durante algún tiempo mantiene su nivel de vida acudiendo a ahorros propios o a endeudarse un poco, hasta que finalmente asume la nueva y dura realidad.
Y esa nueva realidad es mediocre para América Latina. En la Asamblea del BID, que terminó el domingo pasado en Corea del Sur, el pronóstico de la entidad afirma que el Producto Interno Bruto de la zona va a aumentar cerca de 3 por ciento al año, una cifra muy similar a la de la década de los noventa. Los desafíos en materia fiscal no serán pocos, al igual que los de atender una deuda externa que se ha encarecido y que le pone presión especialmente al sector privado, que adquirió créditos y emitió bonos de forma profusa.
A lo anterior hay que agregarle una situación política complicada. Las cosas en Venezuela se ven muy mal, por cuenta de la determinación de Nicolás Maduro de aferrarse al poder. En Argentina hay esperanza de una renovación con la pronta salida de Cristina Fernández de la Casa Rosada, si bien las incógnitas abundan. Y los escándalos de corrupción no paran, como bien lo puede atestiguar Dilma Rousseff, puesta contra la pared por lo ocurrido en Petrobras. Incluso en Chile el clima es tormentoso, debido a las jugadas especulativas en finca raíz del hijo de Michelle Bachelet, que han afectado el prestigio de la mandataria.
Todo lo anterior hace que Colombia se vea relativamente bien, por contraste. Es verdad que nadie, al menos entre los banqueros privados, cree que la meta oficial de crecimiento del 4,2 por ciento para el 2015 sea factible de cumplir. De hecho, hay entidades como Black Rock o el Bank of America que se inclinan por un 2 por ciento de aumento en el PIB, mientras que la mayoría le apuesta a algo apenas por encima del 3 por ciento.
Más allá del número preciso se reconoce que hay un programa de infraestructura en marcha con efectos positivos sobre sectores clave y que se tomaron algunas medidas a tiempo. Los recortes presupuestales de los últimos meses, sumados a la reforma tributaria de diciembre, hacen más creíbles las metas fiscales. El apetito por los bonos emitidos a 30 años de plazo es tal vez el mejor indicador de la confianza de los inversionistas.
Sin embargo, es imposible pretender que las cosas son como antes. En consecuencia, el discurso oficial debe moderarse para no jugar con expectativas irrealizables. Nuestra situación en el vecindario se parece a la del tuerto que es rey en el país de los ciegos. No vamos tan bien, pero los demás están peor.
Ricardo Ávila Pinto
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