Hace unos trece meses que la pandemia del coronavirus cerró los colegios públicos y privados del país.
Hoy, con procesos de reapertura operativa y reactivación en prácticamente todos los sectores de la economía, las puertas de las aulas escolares para el 92 por ciento de los estudiantes públicos continúan cerradas.
En otras palabras, Colombia es una sociedad donde supermercados, restaurantes, gimnasios, fábricas, centros comerciales, aeropuertos y playas abren bajo protocolos de bioseguridad, mientras que las escuelas oficiales siguen clausuradas.
Cifras compiladas por la campaña #LaEducaciónPresencialEsVital y con base en datos gubernamentales muestran que alrededor de siete millones de niños y adolescentes no han podido regresar a clases en algún grado de presencialidad.
Además, el 80 por ciento de las instituciones educativas estatales, unas 7 mil, están actualmente cerradas.
A pesar de las autorizaciones del Gobierno Nacional y las autoridades educativas, el porcentaje de estudiantes públicos en la modalidad de alternancia sigue siendo muy bajo con excepción de Medellín, con 51 por ciento.
De hecho, mientras en los colegios privados, sus directivos, sus docentes y empleados recibieron de nuevo a sus pupilos -y no se han registrado brotes significativamente expandidos-los maestros de los colegios públicos, bajo la vocería de Fecode, se resisten a avanzar en la presencialidad.
Mientras el 20 por ciento de los estudiantes privados de Bogotá asisten a las aulas en alternancia, solo el 2 por ciento de los públicos lo hacen. En Cali, la brecha es de 26 por ciento de los privados frente a 5 por ciento de los públicos. De mantenerse esa distancia durante este año, las consecuencias sobre los alumnos de las instituciones educativas públicas serán irreparables.
En las últimas semanas han quedado muy claros en el debate público los efectos negativos de mantener cerradas las escuelas tanto en Colombia como en el resto del mundo. A problemas de salud mental, retraso en el aprendizaje, deserción escolar y deterioro del tejido de la comunidad educativa se suman, debido a las características de nuestro país, fenómenos como el reclutamiento forzado en las zonas rurales y la inseguridad alimentaria.
Además, al quedarse los niños y adolescentes en sus casas, sus madres o las mujeres a cargo de su cuidado experimentan dificultades para retornar al mercado laboral y generar ingresos. La pandemia está asimismo retrasando los avances en la educación y formación de las niñas más pobres.
Por último, y no menos importante, en este año de confinamiento quedaron en evidencia las profundas limitaciones de la educación virtual, en especial en contextos de baja conectividad y poca inserción digital como el colombiano.
Ante la pasividad de las autoridades educativas nacionales, y muchas locales, y la intransigencia de la postura sindical, cabe preguntarse entonces hasta cuándo se quedarán los estudiantes de los colegios públicos sin clases presenciales.
El reclamo de Fecode sobre las condiciones precarias de muchas escuelas oficiales es válido, pero no tanto para mantener al 90 por ciento de los estudiantes en casa. Un censo detallado sobre las condiciones sanitarias de los colegios públicos -como el diagnóstico de Fundación EPM en Antioquia- debe replicarse en todo el país.
Abrir los colegios listos, proteger los maestros vulnerables, avanzar en la adecuación de sedes y acelerar la vacunación de maestros son tareas que pueden adelantarse para darle una solución a esta situación. Los niños deben estar primero.