La escena del sábado pasado, cuando Juan Manuel Santos estuvo presente en el ayuntamiento de Oslo con el fin de recibir el Premio Nobel de la Paz, fue vista como el momento que marca el pináculo de la carrera del mandatario colombiano. Y es que el galardón representa el punto máximo para un dirigente que comenzó su carrera pública en 1992 y, tras el paso por varios ministerios y la llegada a la Casa de Nariño, consigue una distinción que infunde respeto y, sobre todo, autoridad moral a lo largo y ancho del planeta.
No hay duda de que el Jefe del Estado entiende la dimensión de lo obtenido. Quizás ese el motivo por el cual la Casa Militar de Palacio da ahora la instrucción de que en cualquier acto público que atienda, el saludo del presentador de turno incluya el título “nobeliario”, aparte del de Presidente de la República. A fin de cuentas, cabezas del poder ejecutivo hay muchas en el mundo, mientras que dueños de la moneda de oro con la cara del inventor de la dinamita, son pocos, al menos en esta categoría.
Formar parte de tan selecto club trae honores y responsabilidades. Si así lo decide, Santos seguirá teniendo vigencia en los asuntos mundiales por el tiempo que le acomode. Encabezar una fundación, convertirse en enviado especial del Secretario General de la Naciones Unidas, ser profesor de algunas de las universidades más prestigiosas que existen, son algunas de las alternativas que ahora se le presentan.
Trabajar porque en los cinco continentes reine la concordia y se extingan las fuentes de odio y violencia suena como un desafío a la vez intenso y fascinante.
Que el debate sobre la tributaria llegue
a su fase crítica con el Presidente por Europa es insólito, a la luz de lo que es tradicional aquí.
Sin embargo, todo eso debería ocurrir después del 7 de agosto del 2018. A fin de cuentas, el periodo presidencial no ha terminado y los desafíos en Colombia no son pocos. Basta recordar que la economía sufre una desaceleración seria y que el proceso con las Farc no tiene el camino despejado, para no hablar de la incógnita en torno a un eventual comienzo de negociaciones formales con el Eln.
La lista de urgencias es amplia. El sistema de salud tambalea, el microtráfico aumenta, las bandas criminales cuentan con presencia en centenares de municipios y los cultivos de coca, que han alimentado tantos males, se expanden. Como si lo anterior fuera poco, hay una gran polarización política que les impide a los dirigentes ponerse de acuerdo en torno a temas fundamentales, algo que tendrá su expresión en la campaña electoral que está a punto de comenzar.
Debido a lo anterior, es imperativo que Santos tenga las manos firmes sobre el timón de los asuntos públicos. De lo contrario, la parte final de su administración estará signada por la turbulencia, que en ocasiones puede evitarse cuando el piloto se encuentra alerta.
Dicha admonición es válida a la luz de los reportes provenientes del alto Gobierno. En
privado, los funcionarios señalan que la descoordinación y los choques institucionales son más frecuentes ahora.
Además, la hoja de ruta del posconflicto no se ve clara, pues la gerencia que exige un reto que involucra desde la logística de ubicar y proteger a los guerrilleros que se van a desarmar, hasta un desarrollo legislativo complejo, no se ve. Debido a ello, el riesgo de incumplimientos es elevado, con todos los peligros que eso trae.
Un ejemplo simple de que el mandatario da la impresión de delegar más e intervenir menos es la reforma tributaria que hace tránsito en el Congreso. Que una iniciativa de semejante envergadura llegue a su fase crítica con el Presidente en Europa y sin intervención directa de Palacio es algo insólito, frente a cómo se hacen las cosas en el país.
Por tal razón, hay que insistir en que el Nobel no puede relegar a un segundo plano las urgencias. Mantener la casa en orden es un compromiso que se superpone a cualquier otro. Y esa obligación comprende los más de 20 meses que le quedan a Santos para entregar el poder.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
@ravilapinto