Volvió a ser noticia el hacinamiento carcelario. De nuevo se recordaron las ingentes sumas invertidas en nuevas cárceles, algunas de los cuales no se han terminado. Otra vez el Gobierno anunció grandes inversiones en establecimientos carcelarios. Una vez más se busca la solución (El Tiempo, junio 4 del 2013) con la creación de una “comisión de alto nivel” “que realizará una profunda revisión de la manera como” opera el sistema acusatorio.
Con el mayor respeto por las personas que integrarán esa comisión, debo afirmar que por ahí no es la cosa. No lo es porque se le pide a la comisión un imposible. En palabras de Albert Einstein: no es posible solucionar los problemas de la actualidad con las mismas ideas que los crearon.
La Constitución Política de 1991, con sus modificaciones y reglamentaciones, ha hecho de la rama judicial un sistema cerrado distanciado del precepto de “un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Ello convierte a jueces y fiscales en solitarios decisores en situaciones plagadas de dilemas éticos en un mundo cada vez más complejo. Asuntos como la detención preventiva y la determinación de competencias para juzgar, por ejemplo, a jueces y militares, requieren, para su eficacia, ser resueltos por jurados o comisiones de garantías, conformadas por al menos una decena de ciudadanos (mujeres y hombres), y organizados de acuerdo con metodologías ‘a la altura de los tiempos’ .
En una sentencia de la Corte Constitucional encontré que algunas atribuciones de los fiscales son estudiadas a la luz de comparaciones internacionales. No hallé referencia alguna a la teoría organizacional, el enfoque sistémico o los principios de la cibernética organizacional. Sospecho que la decisión de integrar la Fiscalía General a la rama judicial siguió un camino parecido y dejó de lado un análisis cuidadoso de ‘pesos y contrapesos’. Comisiones conformadas por juristas, por eminentes que ellos sean, no pueden ver aspectos que son obvios para profesionales de otras disciplinas.
Por ejemplo, para un científico es un dogma y no una teoría válida la de Roxin, que carece de soporte empírico en el contexto en donde se pretende aplicar o es desafiada por fenómenos naturales resultantes del comportamiento de individuos en comunidades sin jefes (V.gr., las hormigas).
El hacinamiento carcelario tiene que ver con la cultura adquirida por la organización judicial. Hace 40 años, cuando un grupo de profesionales de diversas disciplinas nos agrupamos en el Instituto SER de investigación, y decidimos dedicar nuestro esfuerzo al mejoramiento de la función judicial, los que no éramos abogados creímos haber entendido el principio fundamental de la administración de justicia penal: “toda persona es inocente, mientras no se le demuestre lo contrario”. Sin embargo, los jueces de instrucción, que desempeñaban una función similar a la de los actuales fiscales, nos dejaron perplejos con su humor negro: “un carcelazo no se le niega a nadie”. Esa máxima, llevada a la práctica, se reflejaba en que dos tercios de la población carcelaria no habían sido condenados. Ahora es una proporción algo menor, pero allí se origina el hacinamiento carcelario y no se resuelve con jueces de control de garantías (¿Un oxímoron?) en una cultura que prefiere un inocente preso a un culpable libre.
Eduardo Aldana Valdés
Profesor universitario
ealdana@uniandes.edu.co