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Eduardo Aldana Valdés

Justicia sin pueblo

Eduardo Aldana Valdés
POR:
Eduardo Aldana Valdés

 

En la pasada columna presentamos una investigación sugestiva acerca de que jueces y magistrados no son ungidos por un espíritu misterioso al posesionarse de sus altas investiduras. Probablemente, mantienen al cambiar de cargo, como otros miembros de la especie humana, las actitudes, virtudes y falencias heredadas, adquiridas y modificadas a lo largo de su historia vital.

La selección de cada funcionario judicial debe ser el resultado de un proceso riguroso que tome en cuenta atributos personales, como la bondad y el sentido de justicia, dado que se le confiará la toma de decisiones que afectan la vida, honra y bienes de sus conciudadanos. Como esa escogencia no es nada fácil, habrá que prever, subsidiariamente, mecanismos de control y autocontrol de ese poder.

La Ley Estatutaria de la Administración de Justicia, Ley 270 de 1996 reguladora de la carrera judicial, proporciona una introducción a los procesos institucionalizados en Colombia para la selección de jueces y magistrados.

Resaltaré solo dos asuntos relacionados con la preocupación anterior.

El primero es la participación de las altas cortes y los tribunales en el proceso de integración de ellas mismas y de otros cuerpos colegiados, y en la elección de los jueces. Es una delicada responsabilidad ajena a la formación jurídica de los magistrados y que los distrae de su función misional de administrar justicia. Por si lo anterior no fuese en detrimento de esa tarea, los procesos de selección tienen un fondo político que hace florecer las pasiones entre los nominadores. El error consiste en tratar de despolitizar lo que siempre será un juego de poder y que debe tratarse como tal. La consecuencia más perniciosa para la administración de justicia es que convierte a la rama en un sistema cerrado y distanciado del origen de su poder.

El segundo es el predominio de los requisitos formales para el desempeño de cargos jurisdiccionales: título de abogado y años de experiencia profesional, entre otros. Aunque el proceso de selección contempla un concurso de méritos para evaluar “conocimientos, destrezas, aptitud, experiencia, idoneidad moral y condiciones de personalidad”, es dudoso que logre su fin y pueda calificarse como ‘público y abierto’. Me explico: en otras naciones, con sistemas de justicia apreciados por la población, la postulación de candidatos las realizan entidades respetables como los colegios de abogados y las universidades.

Se requiere, además, que el candidato acepte la postulación y autorice que su hoja de vida quede abierta al escrutinio público. En ocasiones se contratan comités de renombrados expertos que estudian la información disponible sobre cada candidato, incluyendo sus providencias o piezas jurídicas, y presentan sus recomendaciones al nominador. Este suele ser la cabeza del poder ejecutivo, quien presenta un nombre a una de las cámaras legislativas para su ratificación. El nominado es sometido a un debate difundido públicamente. Si no es ratificado, el nominador presenta otro candidato. Cuando un nominado es ratificado, la sociedad queda tranquila, pues ha participado y seguido un debate abierto y riguroso.

La rama judicial cuenta, entre sus miembros, con destacados juristas que son paradigmas de virtudes cívicas. Ellos –y creo que solamente ellos– podrían liderar cambios como los sugeridos y que le permitirían a la justicia ganarse el acatamiento y el respeto del pueblo colombiano, cuya flaqueza está detrás de la grave crisis que vive el país.

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