Superados los inconvenientes de salud, vuelvo a la tarea de comunicarme con los amables lectores.
No es que el mecanismo sea malo o perjudicial, simplemente está mal concebido, torpemente definido y peor administrado.
Estos tres términos recogen bien una visión de conjunto del mal llamado impuesto de valorización, causa mediata de la protesta ciudadana en varias zonas de Bogotá. Digo mal llamado, porque no se trata de un gravamen en el sentido riguroso de política tributaria.
Es posible que para algunos esta anotación resulte de poca trascendencia, porque al fin y al cabo en su estructura aparecen con claridad elementos claves de los impuestos: sujetos activo y pasivo, y la capacidad coercitiva del Estado, en este caso representado por los concejos municipales, para recaudarlos.
Se equivocan quienes así piensan, dado que la distinción entre contribución e impuesto es importante, pues, mientras el impuesto no supone retribución alguna sobre el monto pagado, la contribución sí.
Esto, para efectos de definir las cuantías que deberán cubrir los contribuyentes es de capital importancia. Sencillamente, porque a la hora de cumplir su obligación el sujeto activo dimensiona el esfuerzo económico que realiza.
Para ilustrar el punto, basta ver lo que ocurre cuando en el recibo de cobro aparece una breve descripción de la obra realizada, el costo de la ejecución y el número de beneficiarios. Con certeza me atrevo a asegurar que la actitud de cada uno de los contribuyentes es totalmente diferente. Quien tenga que pagar contribución se mostrará más dispuesto a hacerlo porque ve algo tangible que lo beneficia de alguna forma.
El hecho de que en su balance impositivo aparezca algún indicio de retribución a su favor y no a fondo perdido, se convierte en un factor de estímulo para su reconocimiento. Cuando digo mal concebido, hago referencia al monumental error que cometieron quienes le compraron el cuento a Juan Martín Caicedo F., alcalde de Bogotá en ese entonces, ansioso de hacer obras en la capital, de manera que su nombre quedara inscrito en los anales de la historia.
Con un discurso montado sobre la base de obtener recursos suficientes para financiar un nuevo gasto público, supuestamente ampliar la base de tributación –paguen todos ya, no importa que las obras no se hayan ejecutado–. El futuro es ahora y no hay razón para esperar recaudar el dinero.
Metiendo entre los palos a los complacientes ciudadanos, vendiéndoles ilusiones o promesas difíciles de cumplir, podemos salir del atraso. La troncal de la Caracas es un ejemplo de esta forma de administrar.
Además de lo anterior, cabe aludir a la pésima forma como se maneja la contribución: gracias al absurdo trámite que se le dio en el Concejo de la ciudad, hoy las autoridades pueden eludir la responsabilidad política, diciendo que el sistema vigente fue aprobado hace cinco años, de manera que no existe alternativa alguna diferente a acogerse al bondadoso plazo diferido otorgado. La idea no fue seguir las pautas técnicas y políticas de las contribuciones.
Fundadas en la participación ciudadana al momento del llamado derrame y en la comprobación del beneficio generado por las obras o los proyectos. Es difícil entender cómo un mecanismo útil para financiar el progreso de la ciudad –miremos a Medellín– se desfigura de tal forma, por la tozudez y el capricho de algunos.
GABRIEL ROSAS VEGA
EXMINISTRO DE AGRICULTURA