Me estoy preparando “psicológicamente para por lo menos año y medio sin vida social”. Tengo que descifrar lo que eso significa: no voy a iglesias, ni a partidos de futbol, ni a manifestaciones, tampoco a conciertos ni a cocteles, disfruto de la soledad y, en la medida en que pasan los años transito el camino inexorable de la misantropía. Si eso es no tener vida social seré un excelente candidato a estar vivo.
El coronavirus está ahí, en todas partes, el riesgo de contraerlo es alto y la muerte está a la vuelta de la esquina. A pesar de ello la mayoría seguirán en este mundo. Supongamos que estamos vivos en el 2021. ¿Cómo será la vida en ese lejano futuro?
De toda esta locura es posible sacar conclusiones que parecerían evidentes: nos hemos dado cuenta de la vulnerabilidad inmensa frente al aumento del desempleo, los trabajadores pasaron de una aparente estabilidad a convertirse en pobres. No existe en nuestro país un seguro de desempleo como si lo hay en países desarrollados. Es una verdadera crisis de identidad y no solo económica. Volverán la mayoría al trabajo pero pensarán distinto.
Otros, sin nombre y, entre ellos el 70% por lo menos de los trabajadores de la salud, los denominados “ordenes de prestación de servicios”, sin derechos a muchas cosas puesto que se supone que deben cumplir con unos productos sin relación de subordinación ni horarios definidos. La verdad: cumplen horarios mayores que los empleados, temen como nadie a sus jefes, no tienen derechos laborales y hasta su acceso a la salud se encuentra restringido y, además, no les pagan a tiempo.
Y los que no pertenecen a las categorías anteriores: los informales y los del rebusque. Dependen en lo fundamental de salir a las calles a levantar el sustento diario. Mientras se mantenga el aislamiento social así se flexibilice un poco, continuarán sufriendo la incertidumbre sobre el día de mañana.
Y, hay que incluir en ese mismo contexto los empresarios con obligaciones con sus trabajadores. Intentan continuar pagando los salarios pero no hay ingresos. De pronto aguantan con los ahorritos dos meses, después endéudense o cierren. Su desaparición es dramática en la medida en que también se anula la capacidad futura productiva del país. La verdad, esas son las consecuencias de haber aplicado un modelo económico donde se subordinaron los derechos fundamentales a la salud, a la educación, al empleo a una protección casi absoluta a los derechos de la propiedad y la inversión, sumado a una terrible flexibilización laboral: es la globalización sin rostro humano, con una creciente inequidad y desigualdad.
La disyuntiva es clara, superada la pandemia estaremos como sociedad en la capacidad de definir nuestro futuro: más democracia, recuperar equilibrios, eliminar privilegios a los que no los necesitan, respeto a los derechos fundamentales o, en su defecto, fortalecimiento de las dictaduras o las democraduras.
Nunca como ahora y a partir de las lecciones aprendidas, tendremos tantas posibilidades de corregir el pasado. El falso dilema no es la economía o la vida. La verdad es que no podemos continuar viviendo en una sociedad muy pocos alfas, unos pocos betas y la mayoría gamas. Eso no es un “mundo feliz”.
Germán Umaña Mendoza
Profesor