Las recientes presidencias y alcaldías divergen por ideología, pero convergen por sus fracasos; contrastan los dirigentes de bajo perfil en el Distrito con los presidenciables del Gobierno, aunque ambos desperdiciaron su oportunidad y nuestro cuarto de hora: Bogotá arruinó su renacimiento y Colombia derrochó su bonanza.
La ciudad cimentó cultura ciudadana y el país recuperó seguridad militar; la capital creyó en la izquierda y la patria apostó por los commodities: yin o yang, ahora comparten una cruda perspectiva, mientras los golpes de timón para sortear las condiciones cambiantes, pierden fuerza ante los golpes de opinión, para satisfacer intereses electorales.
Contagiados de enfermedad holandesa, el pasado devoró al futuro porque no moderaron gastos durante épocas afortunadas, y ante la adversidad sacrifican inversiones en agro, industria e infraestructura: reacción de un gobierno que, raspando mermelada, tardó en reconocer que su holgura se agotó ante la insuficiencia de (fuentes de) recursos, por culpa de la coyuntura internacional; negligente por imprevisto, este escenario dislocó el Plan de Desarrollo.
Perfilando lecciones estratégicas, la disciplina (fiscal) es condición necesaria para la estabilidad, pero insuficiente, en términos de sostenibilidad; el riesgo es erosionar las previsiones de crecimiento, confundir prioridades y desincentivar inversión, con prórrogas o paliativos temporales que confunden reformas estructurales.
Resulta, asimismo, imperativo el fortalecimiento de la capacidad de ejecución. Es el caso de la infraestructura, que –viciada por cisnes negros, corrupción e improvisación– siempre ha destinado un punto rojo en las mediciones de competitividad; una deuda histórica cuyo costo seguirá creciendo, ahora que la ‘austeridad inteligente’ del Gobierno impide solventarla.
Situación lamentable cuando el Vicepresidente emprendía con éxito la estructuración de megaobras intermodales para sacar al país del retraso en el que se ha clausurado. Dado que esos proyectos no representan un capricho o un lujo, pagaremos el costo de oportunidad de resignar el potencial anticíclico y la rentabilidad de tales inversiones, de iniciativa público-privada, sacrificando su adicional estímulo a la competitividad.
Problemas de infraestructura que desembocan hacia la inmovilidad gerencial en Bogotá, donde es primordial reorganizar la casa y reconstruir soluciones simples. Por esto resulta injustificada la presión autoimpuesta por ostentar un metro subterráneo, empeñando empresas públicas y vigencias futuras, con un cheque simbólico, mientras se descuidan otras necesidades esenciales, ahora que el desequilibrio cambiario se traduce en sobrecostos.
Los riesgos del proyecto son evidentes: las cuentas no cuadran, sus especificaciones variaron significativamente, y cada quien parece tener diseños contratados a su medida o versiones in house. Aunado al bajo impacto proyectado para esa primera –y cada vez más pequeña– línea por volumen de pasajeros, y considerando su elevado costo por kilómetro: ¿por qué ignorar opciones costo-efectivas como Transmilenio y el metro a nivel o elevado?
La Nación y el Distrito deben trabajar en Equipo por Bogotá. Confío en el excelente tándem que conforman Vargas Lleras y Peñalosa para estructurar y ejecutar con éxito este proyecto.
Germán Vargas G.
Catedrático