Después de ocho años acompañando al otrora liberal Álvaro Uribe, los líderes conservadores, en su incapacidad para deslindarse de su lamentable necesidad de sobrevivir a costa de la burocracia, terminaron apoyando al también liberal Juan Manuel Santos. Guardando coherencia política con dicha decisión, el Partido Conservador se debió abstener de lanzar un candidato en las pasadas elecciones para, así, dedicarse a reorientar profundamente la colectividad, mientras se consumía el segundo periodo presidencial al que, por ley, podía aspirar el presidente patrocinado.
Lamentablemente, las razones por las cuales el conservatismo lanzó candidato, independiente de la forma atropellada como ocurrió, son lejanas a una revitalizada doctrina ideológica, ya que el libreto de la candidatura de Martha Lucía Ramírez fue dictado por un uribismo que se valió de la incapacidad del partido para interpretar ante el país sus imperativos sociales, políticos y económicos, como son la conservación de esos pilares que garantizan una sociedad libre y justa dentro del orden constitucional que el mismo pueblo establece.
Cuando la historia recuerda cómo los dos partidos tradicionales decidieron con el mal llamado ‘Frente Nacional’, repartirse el Gobierno hace 56 años en su ineptitud para apaciguar el transitar violento de sus seguidores, pronto escribirá cómo el conservatismo perdió su legítima vocación de poder. Esta pérdida, iniciada con el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, se consumó con el doble arrodillamiento que hizo el partido durante la pasada y espantosa campaña presidencial que azuzó Uribe con ese odio que, extrañamente, le produjo el ejercicio digno e independiente que la sociedad le exigía a Santos en el 2010 como Presidente de la República.
La penosa división conservadora provocada por la alianza con el uribismo, muestra por, un lado, al grupo del denunciado clientelismo de esos congresistas azules que provocaron la salida del respetado ministro Restrepo Salazar, y, por el otro, al grupo que rindió las banderas azules en ese espectáculo deshonroso de postración y devoción al violento caudillo Uribe. Este último, con sus provocadores, eufemísticos y patrioteros discursos, ha enceguecido a miles de colombianos, pero con un agravante: su retórica, estrategias y manejo de masas corresponden, precisamente, a varias de las características que describe la historia en la evolución política de los grandes tiranos de la humanidad. Tengamos cuidado.
La exitosa estrategia uribista para apoderarse de la colectividad, sumado a la derrota de Zuluaga en estas elecciones, terminó por descuadernar un partido cuyas frágiles estructuras no han prometido nada diferente a la subordinación suprapartidista y acomodaticia de los últimos 12 años.
Levantando la mirada hacia el futuro, la bancada conservadora no puede permitir ser alejada de principios fundamentales como son: abominar y rechazar prácticas que violen la ley y los derechos del prójimo, incluso viniendo con discursos patrióticos.
En el Congreso, tampoco debe adherir a cualquier líder que encarne regímenes opresivos, despóticos y demagogos como lo dictó José Eusebio Caro en 1849, ni mucho menos a corrientes que sean contrarias al manifiesto ideológico de 1878 que estableció que el conservatismo debe buscar primeramente la paz y el respeto a la ley y sus instituciones.
Gilberto Caicedo G.
Analista y consultor corporativo
gcaicedogar@gmail.com