‘Cuando menos se espera salta la liebre’. Este adagio de la sabiduría popular viene como anillo al dedo a propósito del lío que se ha armado con las famosas (ahora tristemente famosas) libranzas. En los últimos tiempos, estas se habían convertido en uno de los vehículos financieros más atractivos para atraer y captar ahorro del público.
Como ya se ha explicado profusamente, el concepto de libranza se relaciona simplemente con el préstamo que una persona –vinculada laboralmente al sector formal de la economía, o en calidad de honorable pensionado– recibe de un establecimiento de crédito, y el correspondiente pago o reembolso queda garantizado a través de descuentos mensuales que la persona autoriza sean aplicados a sus ingresos por nómina.
Así las cosas, el riesgo crediticio para la entidad prestamista es mínimo, pues solo se presentaría en el evento de que la persona beneficiaria quede cesante por largo tiempo. En el caso de los pensionados, la eventualidad del fallecimiento (nada improbable) está cubierta automáticamente por un seguro contratado desde el comienzo.
Hasta aquí todo bien, y en principio no tendría explicación alguna el alboroto que se ha formado en la materia, y menos el evidente descalabro o detrimento patrimonial que están padeciendo muchos ahorradores, quienes, de buena fe o con información defectuosa, incluso engañosa, adquirieron en el mercado secundario varios de estos títulos (libranzas) a tasas de rendimiento superiores a las de cualquier otra alternativa financiera.
A este mercado secundario, abierto al público, no llegan las libranzas originadas por los establecimientos de crédito de primer nivel (bancos comerciales), pues es parte de su negocio, y ellos –salvo situaciones extraordinarias de iliquidez– no están interesados en salir a revender esos títulos.
Hoy, se calcula que en los balances de estos bancos figuran más de 50 billones de pesos que hacen parte del rubro cartera, su principal activo y la más importante de sus fuentes de ingresos.
Ha ocurrido, sin embargo, que cerca de otros 30 billones de pesos están representados en créditos bajo la figura también de libranzas, emitidas por entidades de segundo o tercer nivel, sin respaldo y control alguno, conocidas como cooperativas del sector solidario, haciendo la aclaración de que no todas las cooperativas existentes están en este indebido manejo.
Las que sí lo están –pequeñas, pero desafortunadamente numerosas–, con el concurso de intermediarios activos e ingeniosos, por decir lo menos, se dedicaron a ofrecer a ahorradores del montón otras libranzas a unas tasas sumamente ‘atractivas’: más del doble de lo ofrecido por los intermediarios tradicionales y vigilados por la Superfinanciera.
Una especie de DMG renovada y más sofisticada, pero sin control y sin el debido músculo financiero. No sobra decir que cabe, entonces, una buena dosis de irresponsabilidad e ingenuidad a los incautos clientes que hicieron caso omiso de la sabia advertencia que ‘de eso tan bueno no dan tanto’.
Sin embargo, lo más grave y que incluso llega a traspasar las fronteras del Código Penal, es que tanto cooperativas como intermediarios, aparentemente, vendieron varias veces el mismo título, bien sea ‘gemeleando’ el original, o llevando los dineros captados a un fondo común, sin hacer el debido registro de qué pertenecía a quién.
Como ha ocurrido en el pasado, este tipo de experiencias generan correctivos, pero el daño presente es inmenso y ya está consumado.
Gonzalo Palau Rivas
Economista
gpalau@cable.net.co
El lío de las libranzas
$30 billones están en créditos bajo la figura de libranzas, emitidas por entidades sin respaldo, que se mueven como cooperativas del sector solidario.
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