Texto obligado de consulta por estos días es el libro de los economistas D. Acemoglu y J. Robinson.
Según ellos, el mundo se divide en dos grupos de países: los que han logrado un nivel avanzado de desarrollo y bienestar, y los demás, que en el mejor de los casos están en etapa de transición, o definitivamente condenados al fracaso.
De ahí que el título de su obra lleve el sugestivo nombre de ¿Por qué fracasan los países?
Para estos dos ilustres pensadores, que dicho sea de paso ya figuran en la lista de futuros nominados al Premio Nobel de Economía, la gran diferencia entre unos países y otros está en la calidad de sus instituciones, públicas y privadas.
Según esto, EE. UU., Europa Occidental, y en menor medida, algunos Estados del extremo oriente, van a la vanguardia porque han sabido consolidar instituciones sanas e incluyentes, y no instrumentos de apropiación de la riqueza por parte de unas clases favorecidas. Algunos acontecimientos que han salido a relucir a la luz pública en ese mundo privilegiado suscitan más de una duda. El caso del plagio de la (¿) Ministra de Educación de Alemania es francamente aberrante.
En los publicitados rankings de calidad a nivel internacional no suelen aparecer universidades de A. Latina, y menos de Colombia, entre las primeras 100 o 200 de ellas.
Pues bien, una de esas que sí registra –la de Dusseldorf– se dio el lujo de otorgar el grado a nivel doctoral a una persona que presentó un trabajo que en más de un 80% de su texto, era producto del plagio. Si en su momento las directivas de esa universidad no lo vieron, muy mal. Si se percataron, pero lo permitieron, peor aún.
¿De qué calidad se puede hablar? En Colombia, un caso de plagio en cualquier universidad reconocida de alta calidad es causal de sanciones drásticas con el mayor nivel de rigor permitido.
Pasando al mundo de las finanzas internacionales, se ha presentado como ejemplo de seriedad y valentía la decisión del presidente Obama de demandar a la calificadora Standard and Poor’s por haberse pifiado –por ignorancia o complicidad– en las calificaciones otorgadas a muchas de las entidades crediticias que desataron la crisis del 2008, crisis que, por demás, está lejos de extinguirse.
Este acontecimiento debe estar generándole en el más allá un gran sentimiento de placer a uno de los más importantes economistas que ha dado la humanidad y que se llamó Carlos Marx.
Nunca hubiera imaginado él un enfrentamiento tan fuerte y llamativo entre dos instituciones supremamente representativas del capitalismo salvaje. Si la autora de esta demanda contra ese gigante de la arquitectura financiera internacional hubiese sido, por ejemplo, la Presidenta de Argentina, los adalides de ese capitalismo la hubiesen crucificado calificándola de socialista trasnochada, politiquera demagoga o instrumento servil del modelo chavista.
Pero como algo va de la antipática Cristina al carismático Barack, llueven aplausos y reconocimientos.
O los parámetros para juzgar la calidad de las instituciones difieren según el país o la sociedad que se esté evaluando, o en los países exitosos se está presentando un serio deterioro de esta.
Ambos escenarios son preocupantes.
Gonzalo Palau Rivas
Profesor, U. del Rosario
gonzalo.palau@urosario.edu.co