La generalidad de las religiones pregonan la existencia de un ser superior que insta a las personas a asumir conductas individuales y colectivas, guiadas por determinados parámetros morales que pretenden llevarlos por el camino del bien por oposición al del mal. Y en ese sendero correcto, juegan un papel fundamental los conceptos de caridad, misericordia, solidaridad, esperanza, respeto a la vida y a los demás, tolerancia, consideración con el niño, la mujer y el adulto mayor, perdonar las ofensas, etc.
Según un informe del Pew Research Center, centro de investigación con sede en Washington, el 79 por ciento de la población colombiana profesa la religión católica. Si la población total se acerca a 48,7 millones de habitantes, una suma aproximada de 39 millones forman parte de esta corriente, restando 9,7 millones que corresponden a los creyentes de otras enseñanzas, incluyendo las minorías de los agnósticos y los ateos.
Ante la gran influencia del catolicismo en Colombia, y sin menospreciar la incidencia de las demás creencias, que merecen igual respeto y consideración, y al margen de los dogmas infalibles que todas pregonan, se diría que los colombianos son consecuentes con los principios de su doctrina y que lo común es que asuman comportamientos acordes con el catálogo de las ideas éticas que pregonan. Sin embargo, lo que se observa a lo largo y ancho del país, es una hipocresía generalizada. En el acontecer diario somos testigos de la constante falta de coherencia entre lo que se hace y lo que se afirma creer, a pesar de la asistencia regular, masiva y devota a los cultos sabatinos y dominicales.
Hay que reconocer que, a pesar de la presencia de los diferentes credos, la historia de Colombia ha estado marcada por injusticias, odio y violencia, propios de un circulo vicioso que ha perpetuado dolor y venganza, al igual que una tragedia griega que se extiende de forma indefinida en el tiempo, como si no pudiera tener un final feliz. Para fortuna de todos, hoy estamos ante una realidad diferente: ha cesado el ruido ensordecedor de una gran cantidad de armas que durante mucho tiempo inundaron de aflicción y llanto a miles de hogares colombianos. No se puede negar que aún queda un camino arduo por recorrer. Falta introducir, en el sistema social y político, los cambios necesarios para que los factores estructurales determinantes de las inequidades sociales se superen y no existan más excusas que lleven a reanudar el funcionamiento del aparato de la guerra.
A lo anterior se debe sumar un denodado empeño para poner fin a la ‘tragedia del odio’, pues hay que aceptar que existe una especie de ceguera crónica en algunos, que les impide salir de este escenario y aceptar que nada justifica prolongar los resentimientos por las ofensas del pasado. Los mayores de hoy no pueden negarle a las generaciones futuras una convivencia pacífica que les permita crecer en un medio diferente al que les correspondió vivir.
La presencia en Colombia del máximo jerarca de la Iglesia Católica ha sido ambientada por un llamado a la ‘paz’ y al ‘perdón’. Sus 39 millones de seguidores deberían aprovechar esta ocasión para reflexionar sobre la necesidad de aplicar lo que profesan. Al margen de la visita, todos los colombianos, católicos y no católicos, deben vaciar su corazón de odio, para llenarlo de perdón, y así dedicar todos los esfuerzos a la construcción de un nuevo país en paz.
columnista
Fin a la tragedia del odio
En el acontecer diario somos testigos de la constante falta de coherencia entre lo que se hace y lo que se afirma creer.
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Gustavo H. Cote Peña
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