Pocos días después de las elecciones, todo parece volver a la normalidad. Y eso es malo. El triunfo del presidente fue reconocido. No hay ninguna amenaza inminente a su legitimidad, pero la forma en que ocurrieron las cosas abre la opción de repensar cómo nos estamos gobernando –antes de que todo se empantane de nuevo–.
El presidente Santos ganó con el 25 por ciento de los votos –los demás fueron para la paz–. Ganó a pesar de un descontento generalizado en el campo, frente a los TLC, gran preocupación en las ciudades por el incremento de la inseguridad, y gracias a un compromiso gigantesco con la entrega de siete veces más viviendas gratuitas que las que otorgó en su primer mandato, y con la firma de una paz que no está solo en sus manos.
La oposición –el Centro Democrático– no ha dado un día de tregua al Gobierno, y muchos de quienes se aliaron a él para la segunda ronda comienzan a desmarcarse –su interés era más ‘detener a Uribe’ que ayudar a Santos. Con este panorama, ¿dónde está la oportunidad?
La oportunidad es la de iniciar, desde el Gobierno, una revolución que incremente la inclusión de grandes sectores de la población que no sienten que sus preocupaciones estén reflejadas en las decisiones que se toman. El Gobierno Santos pasó cuatro años tratando de vender sus logros, sin lograrlo. Y realizó encuestas encontrando que muchas de las políticas que considera más efectivas están entre las más rechazadas. Su conclusión fue que no sabía comunicar –y puede que esté pensando que el estilo ‘doña Mechas’ es la solución–. Pero sería un error.
Los problemas públicos son construcciones sociales, no hechos. Eso implica que el principal desafío no es lograr los objetivos fijados a las políticas, sino lograr que esas metas coincidan con las diversas lecturas de una sociedad cada vez más diversa. Puede intentarse cambiar las lecturas de los otros mediante publicidad, pero es más inteligente incorporarlas. Para eso se supone que sirven los partidos, pero la dicotomía mermelada-oposición impide que cumplan esa función.
Es aquí donde un enfoque de gobernanza para los temas de largo plazo puede aportar soluciones. A diferencia de las ‘misiones de sabios’, la gobernanza implica aceptar que el Estado no es capaz, por sí solo, de lograr los resultados que la sociedad requiere, y trabajar de forma permanente con los sectores de esa sociedad que tienen ‘el poder que falta’.
La revolución, entendida como “cambio de las reglas del juego”, comenzaría con un gobierno Santos invitando a construir un plan de desarrollo cuyos elementos de más largo plazo (en temas como educación o agro) no surjan solo de su programa de gobierno, sino del debate con las ideas de las otras campañas, lo que sería un gesto de despolarización. E incorporando, además, a los diferentes sectores sociales no solo en el diseño, sino en seguimientos, evaluaciones y, hasta donde se pueda, implementaciones coordinadas de las políticas (donde está la esencia de un enfoque de gobernanza). Claro que esto aplica también a ‘la paz’. Una Colombia más consensuada será muy difícil de desestabilizar, siempre que el consenso -que no implica unanimidad- no sea un episodio, sino una forma de gobierno, resultado de aceptar que se comparte poder.
Gustavo Valdivieso
Profesor de la Universidad Externado