La eliminación de la inequitativa diferencia entre quienes estudian sólo 4 ó 5 horas diarias en colegios públicos y los que lo hacen 8 horas en colegios privados es un acto de elemental justicia social y una camino cierto hacia la tan anhelada calidad de la educación.
El sólo anuncio de la jornada escolar completa ha despertado amplios respaldos, por sus indiscutibles beneficios educativos y sociales.
La dificultad radica en su implementación, que demanda cuantiosos recursos públicos, provoca resistencias corporativas, entraña cambios en la vida cotidiana de las familias y conlleva variaciones sustanciales en la organización y funcionamiento de los colegios.
La doble jornada en los colegios públicos, adoptada en 1965 como una medida transitoria, logró un consenso general y se dio sin mayores traumatismos. Las matemáticas y el cálculo-beneficio del Estado, los padres de familia y los educadores lo hicieron posible.
Allí estuvo la clave de su ‘éxito’: el número de establecimientos se multiplicó por dos, la cobertura educativa aumentó, sin construir un solo metro cuadrado. Los maestros trabajaban medio tiempo y su salario se mantuvo igual. Los alumnos dispusieron de más tiempo para realizar sus tareas o incursionar en el mundo del trabajo. El menor tiempo de enseñanza fue suplido con nuevos métodos pedagógicos y currículos menos extensos. El número de maestros se duplicó y Fecode creció y se fortaleció. Las madres de familia pudieron liberar su tiempo de atención a los hijos e ingresaron al mundo laboral, todo era cuestión de organizar los horarios de las comidas y el transcurrir cotidiano de los hogares. El sector editorial encontró una verdadera mina de diamantes al duplicarse la demanda de textos y útiles escolares. Pocas veces en la historia de la educación se había logrado un consenso tan rápido y beneficioso.
Lo anterior ocurrió en estos 50 años. Todos ganaron, ninguno perdió. Hoy el cálculo y los intereses en torno a la implantación de la jornada única son distintos. De allí el disenso y las dificultades. Para los Ministros de Hacienda y Educación la preocupación central es cuantificar y conseguir los recursos fiscales que demanda construir y dotar los nuevos colegios.
Fecode concluye, amenazante, que a la doble jornada de trabajo le corresponde doble salario. Las madres de familia preocupadas interrogan por el futuro de la alimentación y los horarios de salida y regreso de sus hijos. A los jóvenes les cuesta imaginar una jornada escolar de ocho horas. Los pedagogos indagan sobre los cambios que se deben introducir en los programas de estudio y las áreas a enseñar en la jornada extendida.
El cambio que entraña la adopción de la jornada escolar completa demanda sacrificios de todo tipo: un esfuerzo social y fiscal sostenido, vocación de servicio por parte de los educadores, una nueva manera de pensar y organizar la educación y los colegios.
Todos, como hace 50 años, podrían ser socios de esta gran empresa educativa, sin la cual nuestra educación seguirá siendo inequitativa, excluyente, de mala calidad y fuente de insatisfacción social e individual.