La Ley de Financiamiento, que como muchas de sus antecesoras llegó el 28 de diciembre -como una inocentada tradicional- constituye otra evidencia de cómo no se debe legislar en materia tributaria. La Constitución Política de 1991 prohibió el otorgamiento de facultades al Presidente de la República para decretar impuestos, quizá para conservar el principio de la tributación con representación; pero la experiencia que desde entonces ha sufrido el país, a través de una hemorragia de "reformas tributarias", demuestra que esa prohibición ha resultado perversa. Entre otras razones, porque no ha existido la voluntad de crear una ley marco, una ley estatutaria sobre la tributación que señale al menos los principios básicos.
Existen muchos ejemplos de excelentes códigos o estatutos, no sólo sobre impuestos, preparados mediante amplios y juiciosos estudios, por grupos de expertos en los temas, que se elevan a nivel de leyes, mediante facultades o con aprobación lesgislativa.
Las leyes tributarias nacionales se asemejan a los arbolitos de Navidad -muy de acuerdo con la época de expedición-, donde el Gobierno presenta el arbolito con algunos adornos, y en el curso de los debates cada parlamentario quiere colgar o descolgar los de su grado, muchas veces con la ayuda de asesores o patrocinadores con intereses particulares. El resultado es una selva sin forma, con el agravante de que no se descarta cada año, sino que va creciendo de manera desordenada. Ni qué decir de la Comisión de Conciliación, creada para reducir el tiempo de los debates, pero que se ha convertido en un verdadero rey de burlas.
En la reciente reforma el tronco, que era el IVA, desapareció dando paso a adornos novedosos, como el impuesto al turismo para los colombianos que regresan al país, la contribución al IVA, pero sobre la renta, muchos beneficios por veinte años para las megainversiones que generen 50 empleos, una contribución voluntaria para la educación, o un impuesto al consumo sobre venta de inmuebles, que dicho sea de paso, está en proceso de reglamentación a pesar de haber entrado en vigencia el 1 de enero.
Preocupa de esta reforma la tendencia a presionar a los contribuyentes, que ya ven con terror cualquier visita de la Dian, ahora agravada con la prohibición de utilizar la propia doctrina de la entidad para defenderse, como mencionamos en la columna anterior. Tampoco ayuda a la seguridad jurídica, en el ambiente de desconfianza en la justicia del país, la “…expansión innecesaria del derecho penal y un uso abusivo de la prisión como instrumento de persuasión social”, como apunta el reconocido penalista Francisco Sintura Varela en un reciente escrito; allí agrega que: “Lo que hemos advertido en los últimos años es un uso excesivo del derecho penal y de la herramienta de la prisión para perseguir las deudas fiscales”.
Para lograr verdaderos avances en materia de administración tributaria y para evitar la nociva injerencia de los politiqueros, es indispensable que la Dian cuente con una carrera administrativa, en todos los niveles, donde se formen verdaderos expertos en administración tributaria. Incrementar la planta de personal no es suficiente.