El campo colombiano tiene unas condiciones muy particulares. Por un lado, tiene cerca del 25% de la población del país, aporta alrededor del 16% del empleo, y, aproximadamente, contribuye con el 20% de las exportaciones. Estas cifras hacen que el sector rural se vea bastante bien, por su importancia, cuando se trata de comparaciones con países como México, Perú, Chile y otros competidores.
No obstante, esas condiciones positivas de nuestro campo tienen unos indicadores sociales escalofriantes: cerca del 80% de la población rural está en el régimen subsidiado de salud y casi el 70% de los trabajadores ganan menos de un salario mínimo. A esas crudas realidades sociales, se suman las difíciles comparaciones con las zonas urbanas.
En las ciudades el tiempo de escolaridad promedio son nueve años, en las zonas rurales no llegamos a seis, y mientras en las zonas urbanas la pobreza está en el 14%, en el campo llega al 40%. Duele, en adición, aceptar que, según la Misión Rural, cerca del 89% de los productores rurales no solicita crédito para su labor agropecuaria, y el 84% no cuenta con la maquinaria adecuada.
La complejidad de los problemas es tal, que existe una gran informalidad en la tenencia de la tierra cercana al 50%, y tenemos leyes anacrónicas que desestimulan un verdadero desarrollo agroindustrial.
Todo este panorama ha sido aprovechado para enarbolar un discurso populista que alimenta el odio de clases, la agresiva retórica agrarista de otras épocas y la estigmatización del capital y la inversión privada. Así las cosas, se emplean palabras como ‘terrateniente’, ‘latifundista’, ‘explotadores’, para convertir la fragilidad en una indignación que se traduzca en protesta social.
¿Cómo se pueden enfrentar, entonces, los problemas sociales del campo? Se requiere una combinación efectiva de herramientas, que empieza por cambiar la estructura presupuestal del sector, dándole mayor énfasis a la provisión de bienes públicos, ya que hoy el 90% está destinado a subsidios. Adicionalmente, es necesario que exista una promoción grande de inversión privada, que tenga beneficios tributarios a cambio de formalización laboral. El campo también necesita una estructura de inserción laboral que cuente con flexibilidades frente a las zonas urbanas, y que el programa de créditos agropecuarios incluya estímulos a la productividad.
El éxito de una agenda rural moderna requiere estabilidad jurídica, defensa irrestricta de la propiedad privada, que incluya la transición de la tenencia de buena fe hacia la titulación formal. Un rediseño de la institucionalidad del sector, que despolitice y tecnifique las líneas estratégicas de acción con estabilidad en el servicio civil, consolidación de cadenas de valor agroindustrial, aprovechamiento de mercados internacionales, acelerando certificaciones sanitarias y fitosanitarias e incorporación de nuevas tecnologías para el registro de productos y monitoreo, así como facilidades para la reconversión productiva y la capacitación.
Difícilmente, podremos hacer una verdadera transformación del campo sin creer y consolidar una economía de mercado con sentido social. Por eso, hay que evitar que el populismo sea un nuevo ingrediente para empobrecer a nuestras zonas rurales con su falsa ilusión de pan para hoy, cuando siembran hambre para mañana.
El campo y el populismo
Según la Misión Rural, cerca del 89% de los productores rurales no so- licita crédito para su labor agropecuaria.
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