Creo que pasó desapercibida, el dos de enero pasado, una columna en El Tiempo en la cual el auditor general de la República, Iván Darío Gómez Lee, reveló unas demoledoras cifras sobre la corrupción en Colombia, en torno a las cuales han venido brillando otros comentaristas y funcionarios sin citar esos interesantes datos de dicha agencia del Estado. No sobra recordarlos.
Sobre la base de un Presupuesto General de la Nación -que este año alcanzará la suma de 173,3 billones de pesos, incluyendo los montos territoriales-, el Auditor estima que la corrupción podría ascender, según los estándares internacionales, al 10 por ciento de todos los presupuestos públicos. Este cálculo conduce a pensar que una suma cercana a los 18 billones de pesos desparecerá entre los bolsillos de las diferentes mafias y clanes, internas y externas, que desvalijan al Estado cada año.
¿Cuántas reformas tributarias pueden evitarse y cuántos cupos educativos pueden alcanzarse -se pregunta el autor- con esta suma de dinero? ¿Cuántos más empleos podrían crearse, sin contar con la productividad de la tierra, las mejoras en la seguridad social y otros dilemas que nuestra sociedad enfrenta? La respuesta es tan obvia que parece hecha para escolares holgazanes.
Lo más grave viene enseguida: el Auditor de la Nación (cuya información sobre la economía pública no ofrece ninguna duda), denuncia que el 'paradigma del autocontrol', es decir, el modelo de las oficinas de control interno, está totalmente fracasado. La burocracia se consume en sus propias complacencias y fallos. El silencio, la complicidad, y todos los demás delitos contra la administración pública, crecen casi al mismo ritmo de las matas de coca que nadie ha podido erradicar.
¿Alguien puede imaginar el costo de las remuneraciones y de prestaciones anuales que reciben más de 4.500 dependencias de Control Interno que no sirven para nada? Si esos cargos valiesen como una coartada para la homeostasis del empleo, es decir, para que ellos sean tenidos en los índices laborales del Dane, vaya y venga. Pero, ¿qué hacer además con los cientos de funcionarios de las contralorías territoriales que ya se declaran superados por el tamaño de semejante problema?
Con 26.000 investigaciones en curso, entre peculados, cohechos y concusiones, símbolos de unos fraudes que no se atreven a decir su nombre, la justicia colombiana apenas roza, por encima, el alcance del asunto. Entretanto, más de 1'097.583 empleados públicos en Colombia vienen siendo acosados hoy por los mantenidos de la política, quienes se aprestan a celebrar las próximas elecciones con esa enorme tajada de recursos que, como un permanente círculo vicioso, seguirá alimentando, con el deleite de todo sistema político, las diferentes formas de reelección que se suceden en medio de las necesidades populares.
Hace un tiempo que habíamos sugerido la posibilidad de inaugurar, en algún lugar del país, un museo de la corrupción donde se vieran unos grandes paneles, con vistosos letreros, dando cuenta de las defraudaciones al Tesoro nacional, tales como una muestra de las acciones de Invercolsa en una vitrina, al lado de recibos firmados de Foncolpuertos, documentos recordatorios de Etesa sobre un pedestal de alabastro, y unos viejos sellos de caucho con las rúbricas de algunos notarios. Estoy seguro que dicho museo sería cerrado por falta de público.